Pila Gonzalez Blog

La Soledad Del Alma

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Diario de un niño

Unos de los últimos recuerdos que tengo de los cinco juntos, fue cuando estábamos yendo para Olavarría. Era de noche y creo que llovía. Faltaban quince kilómetros, según le oí decir a mi padre en un pensamiento en voz alta que tuvo. Íbamos al velorio del tío Pepe Muñoz. Yo tenía, en ese entonces, ocho años. Mi hermano, tres años más grande que yo, viajaba en el asiento trasero conmigo, y también lo hacía, entre ambos, mi hermanita de once meses en su sillita. Mi hermano me venía contando cómo había muerto el tío. Me decía que lo habían encontrado descuartizado en el chiquero de los chanchos. Que le estaba dando de comer a los animales, como todas las mañanas, cuando sufrió una parálisis en las piernas y cayó al suelo, y así los chanchos lo fueron despedazando de a poco hasta matarlo. Me pareció que era una historia exagerada e inventada. A lo mejor me la contaba de esta manera para asustarme, pero era mucho más interesante que la sonsera que nos había dicho mamá, algo así como que un ángel lo vino a buscar al tío Pepe y lo llevó con el Señor para que lo ayudara a terminar el mundo. Mamá era una mujer muy religiosa. Tenía su propio santuario en casa, con todas las estampitas del santoral ordenadas por fecha calendario. Todas las noches rezaba una hora. En cambio, mi padre era un ateo confeso y devoto. Siempre decía que las religiones, y sobre todo la católica, eran los peores males de la humanidad. Que por culpa de ellas se cometieron los crímenes más atroces de la historia. Estos dichos eran motivos de largas discusiones y peleas entre ellos que se producían mientras cenábamos. Mi padre llegaba cansado de trabajar en la fábrica y buscaba cualquier excusa para meterse contra la religión. Él siempre decía que, iglesia y gobierno eran lo mismo. Mamá, también cansada del taller de costura que tenía en casa, de hacer todas las tareas del hogar y, además, atendernos a nosotros, no se quedaba atrás y le replicaba como la más experta en religiones del mundo. Éramos una familia normal. Mi padre creo que tenía alrededor de cuarenta y cinco años. Era único hijo, por lo tanto, no teníamos tíos de parte de él. Tampoco teníamos abuelos ni de mamá ni de mi padre, ya que habían muerto antes de que naciéramos nosotros. De la familia de mamá solo quedaba el tío Pepe Muñoz, pero como era (o fue) un solterón al que no se le conoció mujer en toda su vida, o eso decía papá acerca del tío, no teníamos primos, así que fuimos siempre muy solitarios. Jugábamos con mi hermano en casa todas las tardes después del colegio, sólo nosotros dos. No teníamos muchos amigos, pero nos divertíamos un montón. Nos encantaba jugar a la pelota en el patio, pero teníamos que aguantar los gritos de mamá a cada rato diciendo que tengamos cuidado con las plantas. Al final, nos cansábamos y nos poníamos con los soldaditos y los indios hasta la hora de la cena. A mí siempre me tocaba ser del bando de los soldaditos, aunque quería ser de los indios, pero mi hermano me decía que eran mejor los soldaditos porque cumplían con la ley. Al final los indios siempre se quedaban con todos los tesoros. No creo que ser parte del lado de la justicia tenga sus beneficios. Nunca me dejó ser indio, pero tampoco nunca se lo pedí, para que no se enojara, ya que mi hermano se enojaba por cualquier pavada. Pero a pesar de todo, es al que más extraño. A mamá también, obvio. De papá no tengo un sentimiento muy marcado. Trabajaba todo el día y sólo lo veíamos en la cena. Y mi hermanita, bueno, pobrecita, era muy chiquita y se la pasaba durmiendo, haciendo caca o llorando. Con mi hermano pasábamos largas horas en el taller con mamá, que le encantaba contarnos historias de nuestra familia, y también de los vecinos. Nos enteramos antes que papá, que Lalita, la vecina de al lado de dieciséis años, de quién, yo estaba muy enamorado, quedó embarazada de su novio, también de la misma edad. Y que el padre de ella, el señor Cortiana, un hombre que andaba siempre serio y tenía unos bigotes a lo Mario Bros, lo había ido a buscar para fajarlo y se lo tuvieron que llevar esposado a la comisaría por querer golpearlo. Y que, una vez detenido por los policías, no paraba de gritar en el medio de la calle: ‹‹Ese pendejo embarazó a mí hija. Le llenó la cocina de humo. ¡Lo voy a matar! Cuando lo agarre lo mato›› . También nos contó una historia, para ella romántica, para nosotros aburrida, de cómo se habían conocido sus propios padres en la década del cuarenta, el mismo día que el General (nunca supe el nombre de este señor, porque mi madre siempre lo llamaba con orgullo, “El General” a secas) fue llevado desde una isla hasta la casa del presidente. Supuestamente, en dichos de mi madre, mi abuela Catalina tenía por entonces diecinueve años y había ido con una amiga a la plaza del centro a celebrar algo así como una fiesta por el regreso del General a la ciudad. Cuando pasaron por una casa de fotografías, vieron una foto en la vidriera de un joven vestido de militar, y mi abuela y su amiga se quedaron un rato en la vereda contemplando la belleza del hombre que aparecía en ella. Decidieron ingresar al local, y cuando le preguntaron al dueño quién era ese señor tan apuesto de la foto de la vidriera, una voz desde atrás de ellas les respondió: ‹‹Cabo Ramírez para servirles, señoritas››. Fue amor a primera vista decía mi madre con lágrimas en los ojos, aunque mi hermano bromeaba a sus espaldas murmurando que había sido amor a primera foto. El relato de cómo se habían conocido con mi padre no tuvo mucha gracia, y creo que ella tampoco la contó con mucho entusiasmo. Se habían conocido en un baile en el Club 6 de Agosto. Él la invitó a bailar. Hablaron toda la noche y se pusieron de novios. A los diez años empezamos a nacer nosotros y fin del cuento. En realidad, las historias que más nos entretenían eran los chusmeríos de los vecinos. Mamá sabía vida y obra de todos en el barrio. Como la historia de Lalita, había de a cientos. Unas más entretenidas que otras. Nosotros nos sentábamos en el piso, mientras le enrollábamos los hilos, a escucharlas. Que la señora de la vuelta, creo que se llamaba Norma o Cora, había engañado a su esposo con el cartero. —Tan buen tipo y trabajador que es el Jorge —decía mi madre—, y esa yegua que lo engaña todos los miércoles con ese borrego que trabaja en el Correo Argentino. No se merece que le haga esto, pobrecito. Algún día le voy a contar y que se vaya todo al demonio. Creo que mamá lo quería mucho al Jorge. Siempre que se veían se saludaban de manera muy afectuosa y se quedaban charlando un rato largo, riéndose a carcajadas. A mí hermano y a mí también nos caía bien el Jorge, porque cuando nos veía con mamá, nos daba unas monedas y nos decía que vayamos a comprarnos algo al quiosco y después que vayamos a jugar a la placita Venezuela un rato. La mirábamos a mamá para pedirle permiso y ella siempre decía: —Ay, este Jorge que los malcría a ustedes dos. Vayan, pero pórtense bien. A la hora de la merienda los quiero de vuelta acá, ¡eh! Cómo extraño las historias de mamá. Tenía un don para contarlas, y se sabía todos los más mínimos detalles. Nuestra preferida era la de los vecinos de la otra cuadra, donde el Simón, el dueño de la verdulería, le había robado la mujer al Felipe, la Marisa, que vivían justo al lado de él y eran muy amigos. —Si hasta pasaban las fiestas juntos —decía mamá. Y el Felipe, para no ser menos, se juntó con la Mercedes, la de los perros (así la llamábamos nosotros porque tenía como cinco perros que te ladraban cuando pasabas por su casa. Eran insoportables). —Encima de todo —continuaba mi madre—, el Felipe y la Marisa tienen dos hijos, el Francisquito, Panchito, el que va con vos a la escuela, y la Popi que tiene dos añitos, pobrecita. Y la Mercedes tiene a la Carlita de cuatro. Y el Simón tiene a Marcos y la Dani, que ya son grandes, pero igual es un lío. La cuestión es que ahora el Simón y el Felipe volvieron a ser amigos y pasan las fiestas todos juntos otra vez. Y para colmo, la Marisa está por tener al Fernandito, y creo que la Carlita va a tener un hermanito también. Se le nota la panza a la Mercedes, aunque ella todavía no lo reconozca. La verdad, yo no entiendo a esa gente. Nos encantaba esa historia. Nosotros tampoco la entendíamos mucho, pero nos gustaba armar el rompecabezas de esas familias, y le pedíamos a mamá que nos la cuente todas las semanas, para poder ir completando las piezas. Obvio que cuando estábamos con Pancho ni comentábamos del tema. Mi hermano le quería decir algo. Cargarlo, tal vez, pero mamá se puso firme y se lo prohibió. Al final mi hermano se olvidó del asunto. Igual no jugábamos mucho con el Pancho. No nos caía muy bien. No sé si era por el tema de su familia o qué, pero tratábamos de esquivarlo. Cuando tocaba el timbre de casa, le decíamos a mamá que le diga que estábamos durmiendo, haciendo la tarea o cualquier otra mentira.   Que lindos recuerdos. Hasta ahora no encontré a nadie que contara las historias tan bien como las contaba mamá. No quiero decir que me traten mal en este lugar, pero no es como cuando estaba en casa. A mi hermano hace mucho que no lo veo y casi que ni me hablan de él. Me lo crucé un par de veces en el patio. Nos vimos de lejos y nos saludamos, pero enseguida lo metieron adentro junto con los demás chicos que estaban con él. Yo pregunto siempre a las señoras que nos cuidan, pero me dicen que no me preocupe, que está bien. Solo puedo estar con los chicos de mi edad. No me dejan juntarme con los más grandes. Me parece una estupidez, porque yo estaría mejor si estoy con mi hermano. También creo que mi hermanita está en otro lado. No en este mismo edificio. Me parece que se la llevaron de acá. Un chico que está en la misma pieza que yo me dijo que había escuchado que ahora vive con otra familia, en una casa de verdad. Por un lado, me puse contento, porque al ser tan chiquita, no se va a dar cuenta de todo lo que pasó y se va a adaptar mejor a sus nuevos padres. Pero por otro, me gustaría que esté conmigo y con mi hermano, que, en definitiva, somos su verdadera familia. Había veces que mamá se iba a hacer los mandados y nos decía que la cuidáramos un rato hasta que ella volviera, y a los dos segundos que se iba mamá, empezaba a gritar como una loca y no sabíamos que hacer para que dejara de llorar. Lo único que la calmaba era cuando mi hermano le hacía gestos raros con la cara. Se metía los dedos en la boca y se estiraba los cachetes para los costados mientras cruzaba los ojos, y mi hermanita paraba de llorar y lo miraba como sorprendida, mientras estiraba las manos para querer tocarlo. No sé qué harán esas personas para que no llore. Espero que les hayan dicho la técnica de mi hermano cuando la vinieron a buscar. Ahora los días son muy aburridos. Yo, mientras tanto, me entretengo recordando las historias de mamá y anotándolas en un cuaderno. Las escribo para no olvidármelas. Cuando sea grande se las vamos a contar con mi hermano a nuestra hermanita y le vamos a hacer gestos con la cara. Estoy practicando frente al espejo todas las mañanas antes de bañarme. Creo que ya me salen. Igual hoy no puedo escribir mucho, me dijeron que me acueste temprano porque mañana tengo una reunión con dos personas que me quieren conocer. Mañana seguiré escribiendo. --- Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado en el año 2014.

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Insomnio criminal

‹‹El tribunal de la sala III de la Cámara del Crimen condena a Esteban Alberto Molinari a la pena de veinte años de prisión efectiva más una indemnización a la familia de la víctima por la suma de pesos un millón quinientos cuarenta y cinco mil setecientos…›› Las palabras sonaban una y otra vez en su cabeza. Nunca había padecido de insomnio, pero ahora era un tormento insoportable. Por las madrugadas, desde que lo confinaron en la prisión del estado, se despertaba sobresaltado y bañado en sudor. No hubo una noche que haya podido dormir sin sobresaltos. Soñaba con el crimen y se despertaba. Soñaba con la condena. Soñaba con la víctima y hasta con su propia muerte. Pasaba las tardes leyendo en el patio y cuando el sol se escondía en el horizonte, empezaba su martirio. Comenzó a tenerle fobia a la oscuridad. Daba vueltas en la cama hasta poder conciliar el sueño. Cuando lo lograba, una nueva pesadilla lo devolvía al mundo de los despiertos. Un mundo que ya no soportaba más. Un mundo que se le había hecho pesado desde siempre. La mente humana puede convertirse en nuestra peor enemiga. Ahora tenía todo el tiempo para pensar. Eso, para él, era lo peor. Aunque aún no había reflexionado cómo se le escapó ese detalle tan minúsculo. ‹‹Era el crimen perfecto››, pensaba. Tenía todo planificado de principio a fin desde hacía mucho tiempo. Qué arma usar, el momento adecuado para intervenir, el lugar ideal para el acto, su coartada en caso de ser necesario. Todo estudiado hasta el último fragmento. Nada librado al azar. Parecería uno de los tantos asesinatos por robos que ocurren día a día. Sin embargo, algo salió mal. --- Esteban pertenecía a una familia de clase media. Hijo único de Estela y José Molinari. Le gustaba hacer deportes, pero la naturaleza no lo había dotado de talento para ninguno. Cada día, después del colegio, se recluía en su cuarto donde pasaba largas horas frente al ordenador. No tenía amigos, tampoco se había preocupado en hacerlos. Era muy reservado, tímido y el centro de todas las bromas en la escuela. Desde que tenía uso de razón que lo habían tomado de punto. Se burlaban todos los días de él. Los primeros años intentó defenderse en un par de ocasiones de estos ataques, pero recibió algunas golpizas que lo hicieron retroceder en sus aspiraciones de ser un héroe. Al final optó por callarse y aguantarse todos estos tormentos sin contarles nada a sus padres. ‹‹Me caí jugando al fútbol con los chicos››. ‹‹Me raspé en la clase de gimnasia›› , eran sus incontables excusas. Mentía porque sentía vergüenza, lástima de sí mismo y mucha impotencia. Sobre todo, mucha impotencia. --- Diego Jeremías era compañero de clases de Esteban desde el jardín de infantes, y el promotor de todos los chistes y burlas contra él. Tenía una inteligencia superior en materia de bromas. Siempre fue de contextura física más grande que los demás, por ello, no le tenía miedo a nadie. Todos sus compañeros de curso fueron, aunque sea una vez, centro de sus bromas. Pero Esteban era su preferido. Todos los días tenía un motivo nuevo para burlarse de él. Contaba con la complicidad de un grupo de chicos que le hacían “el caldo gordo” en todo momento. Se reunían fuera de clase para planificar la maldad que le harían a Esteban al día siguiente. No tenían escrúpulos y Diego se sentía cada vez más impune y omnipotente. Hasta el día de su cumpleaños número dieciocho. --- Durante el último año de colegio, y cansado de tanto acoso, Esteban estuvo planificando su venganza contra Diego. Consiguió un arma sin registro en la villa, con tres balas en el tambor. Estudió todos los movimientos de su víctima, hasta el más mínimo detalle. Definió sus posibilidades de escape, una vez consumado el hecho. Ensayó frente al espejo de su habitación lo que diría en el encuentro. El plan consistía en abordar a Diego en un terreno en donde estaban construyendo un edificio, unas cuadras antes de que éste llegara a su casa, una vez que hubiera finalizado su habitual práctica de fútbol en el Club Entrerriano. El día elegido no era un detalle menor, sería el día en que cumpliera años la víctima. Lo amenazaría con el arma, obligándolo a ingresar a la obra en construcción. Primero lo haría sufrir un poco, y luego lo liquidaría de tres disparos certeros al corazón. Le robaría algunos efectos personales y desaparecería sin dejar rastros, tomándose unas vacaciones en la casa de sus tíos en Posadas. Una mente atormentada por años de acoso puede llegar a extremos inimaginables. --- Al terminar la práctica de fútbol, Diego se vistió lo más rápido que pudo y salió caminando de prisa hacía su hogar, donde lo esperaban sus amigos para festejar su cumpleaños. Las vacaciones de invierno habían comenzado justo ese mismo día y él creía que no podía tener más suerte con la fecha ya que podría festejar su mayoría de edad a lo grande y por el término de varios días. Al llegar a la esquina de Cerrito y Coronel Márquez divisó una figura parada en el medio de la vereda. En seguida se dio cuenta que era el incompetente de Esteban. —¿Qué haces a estas horas solo “Estebanquito”? Tené cuidado que el “cuco” anda por estos lados —le dijo. Esteban no respondió, sino que empezó a reírse de una forma extraña que hizo enojar a Diego al instante. No se necesitaba demasiado para lograr esto. Era un chico exasperante e irritable. —¿De qué te reís bobón? —dijo. Como no respondía y continuaba riéndose, se acercó para golpearlo, pero Esteban, en un movimiento rápido y torpe sacó un revólver y lo apuntó. —Entrá ahí —le dijo señalando la puerta de chapa. —¡Pará loco, pará…! —Entrá o te fusilo acá nomás. ---   ‹‹Fue un homicidio premeditado. Eligió el arma más letal, el lugar de indefensión de la víctima y el plan para escapar…›› Era la voz del fiscal la que aparecía en su mente una y otra vez. ‹‹Algo falló. Mi plan no era perfecto como creía›› , se reprochaba tirado en el fino colchón de su celda, mientras miraba el cielo de cemento, el mismo que observaría por veinte años más. Intentó recordar la noche del crimen, pero sólo pudo reconstruir algunas escenas difusas. ‹‹Otra noche sin dormir››, pensó angustiado y lleno de ira. Se paró en la diminuta y solitaria celda que no compartía con nadie. Era uno de los pocos reclusos que tenía celda individual. Sabía que esto tarde o temprano le traería problemas. Pero ahora no era el momento de preocuparse por eso. Su principal preocupación que lo carcomía por dentro era el maldito insomnio. Desde hacía varios días no podía dormir y eso lo estaba consumiendo. Notaba su cara demacrada, el cuerpo abatido y la respiración entrecortada. Estiró los músculos de a uno en forma pausada. Trató de tranquilizarse, pero fue en vano. Se aferró de los barrotes y estuvo a punto de gritar en la penumbra del pabellón. Contuvo el aullido en la garganta y comenzó a llorar en silencio. --- La noche del crimen era una de esas noches cerradas, donde la luna no se mostraba en el firmamento y una niebla espesa cubría la ciudad. ‹‹La noche ideal, para el crimen perfecto››. En su cuarto, Esteban repasaba los últimos detalles, hasta que el reloj de pulsera le avisó que era el momento. Guardó el arma en el bolsillo interior de su campera, se miró por última vez al espejo y salió rumbo a su destino. Cuando llegó a la obra en construcción rompió el candado y dejó la puerta de chapa entreabierta, con el espacio suficiente para que pudiera ingresar con Diego más tarde. Se ubicó en la penumbra de la cuadra a esperar que pasara su víctima.  ‹‹Siéntate a esperar y verás pasar al cadáver de tu enemigo››, sonrió de manera irónica al recordar la vieja frase que tan bien se ajustaba en esta situación.  Aunque no sólo era cuestión de sentarse a esperar, tenía que actuar. Debía hacer algo que nunca había hecho, y esto podría ser muy peligroso. Estuvo quince minutos esperando bajo un frío invernal que le calaba los huesos y le hacía temblar la mandíbula. Le parecieron eternos. Por un instante sintió deseo de cancelarlo todo, pero siguió adelante por orgullo. ‹‹Este tipo nunca más se va a meter conmigo ni con nadie››, se dijo a sí mismo para darse coraje, mientras se ponía la capucha de la campera en la cabeza y palpaba con suavidad el arma entre la tela. A una cuadra de distancia vio acercarse a un sujeto, de inmediato supo que era Diego. La forma inconfundible de caminar, con ese andar arrogante y agitando los brazos de manera exagerada a los lados no podían ser de otra persona que del gran bravucón de la ciudad. Dudó un instante, pero la suerte ya estaba echada. Se paró en el medio de la vereda a esperarlo y lanzó un interminable suspiro. Las primeras palabras que Diego le dirigió le resultaron muy graciosas y no contuvo la risa. Lo miró a los ojos y le mostró los dientes. Cuando se percató que sólo estaba a unos pasos de distancia, sacó el arma de la campera y le apuntó directo al corazón. Estuvo tentado de terminar todo en ese momento, pero respiró profundo y continuó con su plan. Lo obligó a entrar a la obra, lo hizo sentar en un montículo de arena y empezó a interrogarlo. --- Diego no supo cómo, pero de repente se encontraba desparramado en la arena, suplicándole a su captor que se calmara. ‹‹Tiene un arma. Es la única forma que este idiota puede someterme. Ya va a realizar un paso en falso y en ese momento le voy a dar la mayor paliza de su vida›› , pensó. No podía apartar la vista de la pistola, un sudor frio le empezaba a correr por la espalda. —¿Qué estás haciendo, che? —dijo—. Esto es una locura. ¡Calmémonos! —¡Callate la boca! Las preguntas las hago yo —le replicó Esteban con una mueca falsa en su rostro—. Decime, ¿Por qué te gusta tanto molestarme? —No… eeeeh… son sólo bromas de mal gusto. No es personal. Vos sabés como soy yo. —Si. Sé bastante “bien” como sos —dijo mientras se miraba una vieja cicatriz en uno de sus dedos—. ¿Así que hoy es tu cumpleaños? Tremenda sorpresa te estás llevando, ¿no? —lanzó una carcajada conteniendo el ruido y abriendo bien la boca. Diego notaba que Esteban había dejado de mirarlo directo a los ojos y estaba pendiente de otra cosa. Lo tenía a una distancia bastante lejos como para saltar sobre él. No podía correr ese riesgo. Si lo intentaba le dispararía antes de poder tocarlo. Sin embargo, el tiempo se le acababa. La situación se estaba dilatando demasiado. No entendía que le ocurría a Esteban. Tal vez estuviera esperando un cómplice, supuso Diego. Éste no dejaba de mirar hacia todos lados, sobre todo para el lugar donde estaba la puerta. Lo notaba impaciente. Nervioso. En un intento desesperado, Diego trató de encontrar una respuesta a lo que estaba sucediendo. Notó que Esteban observaba una inusual cantidad de veces su reloj. Se quedó quieto, esperando el momento de actuar. Hasta que la claridad invadió su mente. Ahora comprendía bien lo que estaba pasando. ‹‹Este desgraciado está esperando que pase el tren para matarme y que no se escuchen los disparos›› , pensó. En un arrebato de locura y rabia, se abalanzó sobre Esteban. Lo único que sintió antes de tocar de nuevo el suelo, fue una fuerte quemazón en su estómago. --- ‹‹El plan fue perfecto. Tuvo sus complicaciones sobre el final, pero borré todas las pistas›› , pensó Esteban, mientras se volvía a recostar en el colchón de la sucia celda. No sabía qué le angustiaba más, si pasar casi toda su vida entre esas cuatro diminutas y asquerosas paredes o que su plan hubiera fallado. La soledad que sentía en estos momentos no se comparaba con nada. Lo peor era que su realidad no había cambiado. La impotencia contenida que sintió durante tantos años gracias al continuo castigo que había recibido de Diego, ahora la padecería, por veinte años más de sus compañeros de prisión. Lo tomarían de punto otra vez. Ya no podía soportarlo. --- La idea de tirarlo sobre la pila de arena se le ocurrió en ese momento, así lo tendría controlado. De esta manera, a Diego se le haría muy difícil pararse con agilidad y él tendría el tiempo suficiente para matarlo. La hora se acercaba. La desesperación lo absorbía. Consultó por enésima vez el reloj, eran las 21:38. ‹‹El tren tendría que estar pasando en estos momentos. ¿Por qué siempre se retrasa el hijo de puta? ›› , pensó. Tenía el dedo en el gatillo y en cualquier momento se le resbalaría. No podía aguantar más. Una fuerte tensión se había generado en el ambiente. Se aproximaba el final y Esteban lo presentía. En unos minutos más todo su calvario habría concluido y podría vivir en paz por el resto de su vida. Volvió a consultar el reloj y escuchó un ruido que provenía de la vereda. Miró sobre su hombro derecho y al instante notó que algo raro estaba sucediendo. Sin recordar cómo, le había disparado un tiro a Diego en el pecho. Una oleada de temor se apoderó de él. Miró desde años luz a su víctima que yacía tirado en el piso, junto al montículo de arena, agarrándose el estómago y lanzando unos chillidos extraños por su boca. En ese ir y venir en cámara lenta, se volvió a encontrar con los ojos de Diego en el medio de la oscuridad. Su brillo no se había apagado aún. Apuntó directo al corazón y vació el tambor del revólver. Observó, con la mirada perdida, cómo el humo que despedía el cañón del arma ascendía hacia el cielo. Al instante un escalofrío le recorrió todo el cuerpo y lo volvió en sí. Se agachó para comprobar que Diego estuviera muerto. Le palpó el cuello y no sintió ningún latido. Con mucho cuidado le quitó el reloj y la billetera y se lo guardó en el pantalón. No quiso tocarlo más por miedo a dejar sus huellas en el cadáver. Escondió el arma en el bolsillo de la campera, se secó el sudor de la frente y salió caminando por donde había entrado. La realidad le pegó con fuerzas en el alma y empezó a correr en dirección hacia su casa. A mitad de camino escuchó la sirena de la policía o quizás de la ambulancia, no sabía distinguirlas. Se asustó. Temió que lo hayan visto pero cuando consultó el reloj descubrió que había transcurrido más de media hora desde el asesinato. Llegó a su casa. Entró por la puerta de atrás. Escondió el arma entre los tabiques de la pared y se acostó mirando la nada. --- Ahora se encontraba otra vez mirando la nada en medio de la penumbra, su nueva enemiga. Cada día que pasaba la celda le parecía más chica y sabía que terminaría por aplastarlo. Agarró el diario del día después al de la condena que lo tenía guardado debajo de la cama. Sacó una pequeña linterna en forma de llavero y apuntó el ínfimo haz de luz hacia el papel. En la tapa se encontró con una persona igual a él, pero le pareció que era del siglo pasado. En la imagen principal estaba la familia de Diego abrazándose y llorando. También estaba ella, la novia de Diego. La persona que lo encontró tirado en el umbral de la puerta. Miró la hoja y en un ataque de furia la rompió en varios pedazos. Todavía no podía comprender como Diego pudo arrastrarse hasta su casa, con tres disparos en el cuerpo. Menos aún podía entender cómo, con sus últimas palabras, con el último suspiro de vida, con el último aliento, tuvo el tiempo y la lucidez suficiente para gastarle una última broma. ‹‹Fue Estebanquito››, fueron las palabras que brotaron de su boca, esa noche fría de invierno, mientras se perdía en una convulsión mortal. ‹‹Fue Estebanquito››, alcanzó a oír la novia, antes de que Diego cayera muerto en sus brazos, y ‹‹Fue Estebanquito›› mencionó el juez cuando leyó la sentencia. Ahora la eternidad los separaba. Víctima y victimario estaban en mundos diferentes, pero sabían que pronto se volverían a encontrar en algún punto. Allí la historia sería otra. La infinitud sería testigo de la mayor revancha de todos los tiempos. Porque la venganza de los condenados por el propio destino tiene otro sabor. --- Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado en el año 2014.

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Mi lucha interior

Cierro mis ojos. Intento concentrarme. No puedo. Los recuerdos y pensamientos están por todas partes. Lucho contra ellos. Terminan por vencerme como lo hacen siempre. Son más fuertes que yo. Están mejor preparados que yo. Llevan años de entrenamiento y disciplina. Es una batalla que tengo perdida desde hace mucho. Ellos siempre salen victoriosos. Se jactan de su poder. Se mofan de mi debilidad. No puedo. ¿O sí? ‹‹Mi mente es lo más poderoso que tengo››, me digo para darme ánimo. Si logro dominarla y hacer que trabaje para mí, podré conquistar mi mundo. Vuelvo a la carga. Busco un lugar apartado de toda la sociedad, de todo bullicio. Lo encuentro. Es el sitio ideal para empezar mi lucha interior. El sol se filtra por todos los poros de mi cuerpo y me llena con su energía infinita. El silencio me envuelve con su manto de serenidad. Estoy contento. Presiento que ha llegado el día que puedo vencer todos mis miedos. Ha llegado el momento de hacerme cargo de mi vida. ‹‹Yo soy el protagonista principal de mi vida››, me repito como un mantra. Yo, y nadie más que yo, soy el responsable de todos mis actos. Cierro mis ojos. Intento concentrarme en mi ser interior. Esta vez mi estrategia será distinta. Un gran amigo me dijo que no luchara contra mi mente, sino que la dejara ser y la aceptara como es. Vuelven los monstruos al ataque. Pero en esta ocasión no pueden contra la muralla que he puesto contra ellos. Aunque comprendo que no se van a quedar tranquilos después de un primer embate frustrado. Sigo mi camino hacia la iluminación. Ahora los pensamientos se desvanecen de mi cabeza, pero dejan un rastro. Las sobras de algo que poco a poco comienza a hacerse más fuerte. Poderoso. Se han transformado en sentimientos y me invaden por todos los flancos. Estoy perdido. Siento cómo uno a uno se van cayendo los ladrillos de la pared que me servía de escudo. ¿Qué hago? ¿Cómo los detengo? Están decididos a derrumbarme. Dudo. Busco en todo mi arsenal las armas para enfrentarlos. No las encuentro. Voy a plantar bandera blanca contra mis sentimientos, derrotado y sin fuerzas. No quiero seguir esta lucha. Es demasiado para mí. Soy débil y cobarde. Es el fin ¿O no? Me escucho a mí mismo, repito mis palabras una y otra vez, mis juicios. No estoy perdido. La solución puede estar al alcance de mis manos. Intento percibirme como un ser nuevo, un ser diferente, fuerte y valiente. Una energía interior surge como un tornado y descubro cómo vencerlos. Descubro que estos sentimientos no son más que inventos míos o, mejor dicho, de mi mente. He encontrado la solución a este acertijo. Entonces, como una fiera en busca de su presa, decido presentarles batalla una vez más, allá, donde ellos quieren. En su territorio. No dejo que me influyan. Los comprendo. Me apiado de ellos. Respiro bien hondo para que toda la energía positiva del mundo ingrese dentro de mí y dejo salir el aire viciado, despidiéndome de mis viejos rivales. Ya no soy el mismo. Me he superado. Acepto y comprendo que fue solo una simple batalla. Me esperan muchas y más sangrientas. La guerra no está ganada todavía, y puede que dure toda la vida. Pero ahora me siento preparado para enfrentar a mis futuros enemigos internos, que no serán más que mis viejos adversarios evolucionados y con más poder. No sé en qué se transformarán estos sentimientos cuando se reagrupen y emprendan una nueva arremetida. Pero acá los espero. Meditando. Reflexionando. Descubriendo en cada respiración el poder infinito que tiene mi mente. Aceptando la realidad, mi realidad tal cual es y aceptándome tal cual soy. Vuelvo a inspirar y exhalar. Esta vez de manera consciente, millones de veces más. Un equilibrio mental se va apoderando de mí. Siento la energía resonar por todo mi cuerpo. No sé cuánto tiempo llevo en este estado porque el placer interior que abrigo hace que pierda la noción del mismo. Me dejo llevar. Mis enemigos quedaron muy atrás. No creo que puedan alcanzarme. Disfruto de este momento mágico. Sé que no va a haber otro igual, porque cada instante es único. En mi interior solo calma y tranquilidad. Solo silencio. Mi mente se disuelve y es libre de sus propios pensamientos. Abro mis ojos y continúo con mi vida. He encontrado en la paz de mi alma todo lo que necesito. Es un nuevo comienzo. ¿O no? --- Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado en el año 2014.

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Un final premeditado

Decidió matarla y luego suicidarse. No podía soportar tanto dolor en sus entrañas. Tampoco podía soportar el sufrimiento perpetuo de ella. La vida no tenía más sentido para ninguno de los dos. La luz se terminó de extinguir para ambos y ya no quedaba nada que hacer en el mundo. Su vecina había llegado bien entrada la madrugada, borracha otra vez. Él la escuchó detenerse en la puerta, buscar las llaves en el bolso, maldecir a todos por no encontrarlas y luego dejarse caer al piso rendida para romper en llanto. No se atrevió a observar por la mirilla de la puerta. No quería ver esa imagen de mujer derrotada por la vida, que había presenciado en incontables situaciones. Sentía demasiado amor por ella desde hacía mucho tiempo. La amó desde el primer día que la vio. En ese entonces, ambos eran jóvenes. Ella se había mudado al edificio en el que vivía Mariano, justo en el departamento de enfrente. Había llegado con una maleta llena de sueños y proyectos desde una pequeña ciudad del interior. Quería estudiar arte. Todavía recuerda muy bien cuando la ayudó con la mudanza y tuvieron su primera charla. Esa noche no pudo dormir pensando en su nueva vecina. Pero ahora, además del amor incondicional, sentía pena por ella. Una lástima contenida que tampoco lo dejaba dormir por las noches. Ya no eran aquellos jóvenes entusiastas que supieron ser y la desgracia se había cruzado en sus vidas. Mariano no alcanzaba a comprender cómo de un momento a otro pasaron de estar hablando en el pasillo del edificio sin más preocupaciones que ser felices, hasta el instante en que ella quedó embarazada de un hombre que se dio a la fuga ni bien conoció la noticia. Se reprocha no recordar ese momento, y también se recrimina no haberle declarado su amor cuando todavía tenían tiempo de cambiar sus destinos. Ahora ya era demasiado tarde. El tren se había ido bien lejos y no podrían alcanzarlo nunca más. El ruido de la puerta cerrándose lo sacó del sopor en el que se había refugiado.   ‹‹Al fin encontró las malditas llaves››, pensó mientras se dirigía hasta su dormitorio. Al llegar a la habitación tomó el revólver que tenía guardado en su mesa de luz y suspiró profundo. Convencido y comprometido con el final de ambos, se arrodilló al lado de la cama y comenzó a rezar. Pero en lugar de oraciones le salieron súplicas de perdón. No pudo aguantar más y se puso a llorar, sin contenerse. No lloraba en silencio como lo hacía casi todas las noches, sino que largó un grito que llevaba en su interior desde hacía mucho. Una congoja que tenía guardada desde que la hija de su vecina, a la edad de cinco años, se enfermó de leucemia y a los seis meses murió dejando a una madre sin consuelo, sin energías, ni ganas de seguir viviendo y dejándolo a él con el corazón destrozado. La poca fuerza que le quedaba para afrontar sus días se le fue esfumando al padecer en carne propia el sufrimiento de ella, cada noche cuando la escuchaba volver a su casa, borracha. Cuando la oía llorar hasta quedarse dormida. Cuando la sentía morir lentamente, a cada minuto, sin más por hacer en este mundo. Habían transcurrido más de tres años desde la muerte de la nena, pero a Mariano le parecía como si hubiera pasado un siglo. Ambos habían envejecido mucho desde entonces. Se les notaba en sus semblantes, aunque ninguno de los dos hacía nada por impedirlo. Ella mantuvo su trabajo en un restaurante del centro de la ciudad y él se fue despidiendo de a poco de su carrera de profesor de matemáticas en la universidad. Mariano ya no mantenía el mismo entusiasmo y concentración en las clases que tenía cuando comenzó en la docencia. Varias veces le habían llamado la atención por comportamientos descuidados, pero a él eso ya no le importaba. La noche que tomó la decisión de acabar con ambas vidas, fue una madrugada en la que su vecina se puso a gritar desesperada en el ascensor, mientras iba subiendo hacia su departamento. Él la fue a esperar para ayudarla, como lo había hecho muchas otras veces. Cuando abrió la puerta del ascensor la encontró tirada y acurrucada en un rincón. La miró con dolor, era la única mirada que le quedaba y ella al verlo empezó a gritarle. — ¡Andate, Mariano! ¡Dejame sola! ¡No quiero tu pena! ¡No quiero tu miseria! ¡Comprate una vida! ¡Andate! ¡No te quiero ver! ¡No quiero la pena de nadie!{" "} Mariano se retiró a su departamento conteniendo el llanto y en ese momento supo lo que tenía que hacer. Varias noches pasó sin poder conciliar el sueño tratando de encontrarle una solución. Pero no había ninguna. Ahora estaba dispuesto a ponerle fin a este martirio. Agarró el revólver bien fuerte, lo miró sin verlo y salió directo hacia su último acto. Abrió la puerta de su departamento y lo primero que vio fue el bolso tirado en el piso. Acomodó los objetos, tomó aire y coraje, aunque ya no lo necesitaba. Estaba decidido a terminar con todo de una vez. Golpeó la puerta que tenía delante. Sus últimas palabras en este mundo fueron para sí mismo. ‹‹Ya es hora››. --- Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado en el año 2014.

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El pacto

Mario apuró el paso cuando oyó las diez campanadas en el reloj de la torre de la plaza del puerto. Estaba llegando tarde a la reunión que iba a definir el futuro de su familia. Intereses muy fuertes estaban en juego en ese encuentro, él lo sabía muy bien. Cuando llegó al restaurante de la cita, divisó en el estacionamiento, los autos pertenecientes a los dos hombres que lo estaban esperando adentro. Odiaba ser impuntual. Consideraba que la puntualidad era su mayor cualidad, pero una serie de hechos desafortunados habían acabado por retrasarlo diez minutos, y eso para él era inaceptable. Lo primero que hizo al llegar a la mesa fue presentar sus disculpas por la tardanza sin dar demasiados detalles de lo ocurrido. Sólo los comentarios de rigor. —Acá estamos los tres. ¿Por dónde empezamos? —dijo Carlos. —Por qué no vamos al grano sin tanto preámbulo, así terminamos de una buena vez este asunto —dijo Roberto. —No podría estar más de acuerdo —afirmó Mario. Un mes atrás, Mario pensaba que tenía la mayor parte de su vida programada y controlada. Mujer, hija, perro, auto, casa, negocio propio y una vida social aceptable hacían que no tuviera demasiadas preocupaciones. Pero ahora todo eso se había esfumado de la noche a la mañana. Su mujer se enamoró de otro hombre y le pidió el divorcio. Para Mario fue un golpe en lo más hondo de su ser. Los primeros días andaba desorientado. Deambulaba por la casa sin saber bien qué hacer ni a dónde ir. Hasta que al fin decidió que lo mejor sería cortar todo este asunto de raíz y comenzar una nueva vida, esforzándose por olvidar lo acontecido. Iba a ser difícil, pero tenía la voluntad, por lo menos, de intentarlo. Puso en venta su parte del negocio, el que compartía con su exmujer, no quería tener ningún contacto con ella y planificó un viaje por el sur del país. Pero esa noche lo que importaba era otra cosa. La reunión se había acordado tres días antes. El lugar de encuentro lo habían elegido los otros dos hombres. A Mario no le importó que fuera el mismo restaurante, donde tiempo atrás había comenzado todo su tormento. Quería terminar cuanto antes con este asunto, para empezar con su cambio radical de vida y le daba lo mismo cualquier restaurante de la ciudad. —¿Qué pensás hacer ahora con tu vida Mario? —dijo Carlos. —Creo que eso es problema mío. —Es problema de todos, ¿no te parece? —dijo Roberto. —Lo que a ustedes les concierne es otra cosa. Lo que haga con mi vida personal no les importa. —Eso está claro Mario, pero sos mi hijo y me preocupa tu futuro —dijo Carlos. —¿Qué te preocupa papá? ¿Qué me pegue un tiro? No le voy a dar el lujo a esa prostituta. —¿Podemos hablar con respeto Mario? —dijo Roberto. Esa que vos llamas “prostituta” es mi hija. Me duele enormemente lo que está pasando. Sabes todo el aprecio que tengo para contigo. —Bueno. Me pueden explicar bien de qué trata todo esto. Algo me imagino, pero quiero escucharlo de sus bocas. No creo que nos hayamos reunido para hablar de cómo me siento. —Hijo, lo que nos preocupa con Roberto es qué va a suceder con Clarita. —¿Qué va a pasar con mi hija? —Se comenta que te querés mudar al sur —se adelantó Roberto. —¿Qué los inquieta más? ¿Qué me la lleve conmigo o que se sepa la verdad? —Las dos cosas —dijo Roberto sin inmutarse. Mario miró a su padre y éste asintió a la afirmación de su consuegro. Sabía que había venido para hablar de este tema en particular. De la situación de su hija. Pero la pasividad de Carlos lo desconcertó un poco. Habían pasado ocho años del hecho que cambió su vida para siempre. En esa época llevaban un año de casados con su esposa y habían decidido tener un hijo. Estuvieron un tiempo intentando concebir, pero no podían. Habían visitado a varios médicos y especialistas y todos habían dicho lo mismo. No existía ningún problema, sólo debían seguir intentando. También recurrieron a curanderos, manosantas, chamanes y todo lo que se les ocurrió. Ya se estaban por rendir cuando Adriana le anunció una tarde de otoño que había quedado embarazada. —Era la ansiedad —decía su suegra. —Fue gracias a ese curandero que les recomendé —opinaba su madre. Pero Mario sabía muy bien que su mujer había quedado embarazada gracias al complejo vitamínico que le había recetado uno de los especialistas que visitaron, y que él se empecinó a que tomara todas las noches antes de acostarse y duplicara la dosis cada vez que hacían el amor. Los preparativos para el nacimiento no le dejaban tiempo para nada más. Se encargó de acondicionar el cuarto del bebé y de hacer algunas reparaciones menores en la casa. Acompañaba a su mujer cada vez que iba a hacerse los controles. Quería corroborar él mismo la evolución del embarazo. Se encargaba de los quehaceres domésticos, y no dejaba que su esposa haga nada porque quería que sólo se dedicara a descansar. Llegando al séptimo mes de embarazo les comunicaron que, dada la condición que presentaba el mismo, se iba a tener que practicar una cesárea. Mario se inquietó un poco, pero su madre lo consoló. —Hijo, vos también naciste por cesárea y mira lo lindo y sanito que sos. Aunque la ansiedad de Mario disminuyó un poco después de la charla con su madre y de la charla con el médico, al que fue a visitar una tarde sin que Adriana lo supiera, para que le contara todo sobre cómo se practicaría la operación y los posibles riesgos. Igual siguió buscando información y estadísticas en internet sobre este tipo de parto. Tenía tantos datos que cualquiera hubiera pensado que estaba capacitado para atender la operación él mismo. Los nueve meses pasaron muy rápido y allí estaba Mario junto a sus padres y sus suegros en la sala de espera de la clínica, esperando que terminara la cesárea que traería al mundo a su pequeña hija. Clara era el nombre elegido de común acuerdo con su esposa. Sólo Clara, sin segundos nombres. Y tendría el apellido de ambos. La operación llevaba más tiempo de lo que el médico les había dicho y Mario se empezaba a impacientar. Caminaba por el pasillo, se asomaba por el vidrio de la puerta intentando ver algo, interrogaba a cualquier persona que pasaba con un ambo por la clínica. Fue un par de veces a la recepción para preguntarles qué estaba pasando. —¿La Familia Quiroga? —preguntó una enfermera que estaba asistiendo el parto. —¡Si, acá! ¡Yo soy el marido! —La operación está complicada, es por eso que se está demorando. —¿Cómo que se complicó? ¿Qué está pasando? —dijo Mario desesperado. —Por el momento es todo lo que les puedo decir —dijo la enfermera y se retiró. Mario se derrumbó en una silla. ‹‹ ¿Cómo que se complicó? ››, se repetía para sí. Su madre y su suegra lo trataban de consolar. Su suegro se sentó en una silla tratando de acompañar este momento como podía. Carlos se paraba y se sentaba. Caminaba por el pasillo y volvía al lado de su familia. La espera se había hecho insostenible. Todos se miraban entre sí buscando algún tipo de explicación sin encontrarla. El único que miraba el piso, con los brazos apoyados entre sus piernas y la cabeza colgando era Mario. Fue en ese momento cuando Carlos se paró de golpe, sobresaltando a todos. Caminó en dirección a la salida de la clínica. Todos se quedaron mirándolo sin intención de detenerlo ni de acompañarlo. Estaban adormecidos por la última noticia. —Roberto, acompañame —fue lo único que dijo antes de perderse de vista. Roberto obedeció a su consuegro, sin entender que estaban haciendo. Ambos hombres desaparecieron de la vista de todos. Los minutos pasaban y no había noticias del parto, de Carlos ni de Roberto. Las enfermeras iban y venían, pero no se detenían para informar nada. Un doctor se asomó por la puerta y Mario y su familia se pararon esperando lo peor. Pero llamó a otra familia que también estaba en la sala de espera y los hizo entrar. La madre de Mario quiso decir algo, pero las personas y el doctor ya habían entrado. En ese momento volvió Roberto sonriendo, con lágrimas en los ojos. —La operación fue todo un éxito, me acaban de informar en la recepción. Clarita está muy bien, y está sanita. Adriana se está recuperando. La trasladaron a una sala común. La alegría de la familia era inmensa. Mario se dirigió a su suegro y lo tomó de los brazos. —Quiero verlas —le dijo con la voz entrecortada. —Podes ir a ver a Adriana. La llevaron a la habitación, es la 214 en el segundo piso. A Clarita la llevaron para hacerle unos controles, pero no te preocupes que tu padre fue con ellos para vigilar que todo salga bien. Mario salió corriendo y subió por las escaleras. Cuando llegó a la habitación donde estaba su esposa la encontró durmiendo como se imaginaba. La besó, le acarició la cara, acercó una silla hasta la cama y se quedó sentado tomándole la mano. Al rato llegaron sus suegros y su madre. Todos estaban felices y ansiosos por conocer a la bebé. Una enfermera entró, saludó a todos y le tomó la presión a Adriana. Luego se retiró. Roberto le dijo a Mario si quería un café y Mario asintió. Le hizo el mismo ofrecimiento a su esposa y su consuegra pero estas no aceptaron. Cuando volvió a la habitación con el café para Mario el ambiente era otro. Las mujeres estaban sonriendo y Mario se encontraba más relajado. —Roberto ¿a dónde fueron con mi esposo? —Le prometí a Carlos que no diría nada de lo que pasó. —Dale Roberto, dejate de hacer el misterioso con nosotros —lo retó su mujer. —No. De verdad que no puedo decir nada. —Roberto —dijo su esposa alargando la última letra y mirándolo por encima de sus anteojos. —Está bien. Pero Carlos no se tiene que enterar nunca que yo les conté. —Escuchame Roberto —dijo Mario mirándolo fijo a los ojos—. ¿Dónde está mi padre? —Carlos quiso ir a rezar a la capilla de la clínica. —¡¿Carlos en una capilla rezando?! —dijo su consuegra incrédula—. Si fue toda su vida ateo. —Por eso me pidió a mí que lo acompañara y le enseñara a rezar. —La verdad que no lo puedo creer. —Yo tampoco —dijo Mario sonriendo. —Dejenlo al pobre tranquilo. Un hombre desesperado es capaz de cualquier cosa. Voy a ver si todo está bien y vuelvo. Cuando estaba por salir entró Carlos con Clarita en sus brazos. —Les presento a la nueva integrante de la familia —dijo con una sonrisa de oreja a oreja. Los días posteriores pasaron muy rápido para Mario. Estaba todo el día en la habitación con su hija y su esposa, admirando al que consideraba, el más hermoso bebé del mundo. No le molestaba levantarse en las noches cuando Clara se despertaba llorando. Le encantaba pasar tiempo a solas con su hija, hablándole y cantándole canciones que él inventaba. El viernes siguiente al nacimiento, fue invitado por Carlos y su suegro a comer a un restaurante italiano que se había inaugurado en las afueras de la ciudad. —Es una cena de machos —le dijo su padre para convencerlo de que deje por unas horas a su hija y a su mujer. Mario aceptó de mala gana, pero comprendió que necesitaba salir a tomar un poco de aire después de nueve meses agitados. Una vez en el restaurante, ordenaron la comida y empezaron a hablar de Clarita. Mario percibía que algo raro pasaba con su padre y su suegro, los notaba ausentes. —¿Qué pasa? Los noto perdidos a ustedes dos. ¿En qué andan? —Mario —se adelantó Carlos—, lo que te vamos a contar con Roberto es fuerte, pero creemos que sos el único que debe saberlo. Antes de que hablemos tenés que prometernos algo. Vamos a hacer un pacto entre los tres y nunca diremos una palabra a nadie de lo que se hable en esta mesa. Mario los miró desconcertado y no supo bien qué decir. —Papá me estás asustando. ¿Qué pasa? —Primero el pacto de silencio Mario —dijo Roberto. —Está bien. Prometo no decir nada, pero hablen de una vez, por favor. —La verdad es que no sé por dónde empezar. Lo estuvimos ensayando con Roberto, palabra por palabra, pero ahora no me sale ninguna. Antes que nada, quiero que sepas que no somos malas personas. Lo que hicimos, lo hicimos por amor y por desesperación. Mario vio cómo se le llenaban los ojos de lágrimas a su padre y quiso hablar, pero Roberto lo agarró del brazo y se llevó la otra mano al corazón. —Es sobre Clarita, hijo. El parto no salió bien. Tuvo sus complicaciones. —hizo una pausa interminable y la voz se le quebró—. Los doctores nos dijeron que la chiquita no lo había logrado. —¡¿Qué?! —gritó Mario. —Bajá la voz hijo y escúchame lo que te digo. Por favor calmate. —¡¿Que me calme?! ¿Cómo me podés pedir eso? ¿Qué pasó en la clínica ese día? ¡Hablen por favor! —Roberto y yo sobornamos al doctor que atendió a Adriana en el parto... Cambiamos a la nena por otra. —¡¿Qué hicieron qué?! —Ahora dedicate a tu mujer y a tu hija que nosotros manejamos lo otro. No te preocupes por nada. La verdad no tiene por qué saberse nunca si los tres hacemos un pacto de silencio y desde este preciso momento juramos no volver a hablar del tema. Mario miró a los ojos a su padre y no pudo contener las lágrimas. Miles de pensamientos se le pasaron por la cabeza en ese instante. Miró a su suegro y éste le devolvió una mirada fría. —¿Qué decís, Mario? —dijo Roberto. —No puedo... No sé qué decir. No sé… —dijo llorando—. ¿Y qué hay de Adriana? —Ella no se debe enterar nunca. No lo soportaría. ‹‹ ¿Y qué hay de mí? Tampoco lo soportaré››, pensó Mario, pero no lo dijo. Estaba muy angustiado. —Hijo, era lo único que podíamos hacer. —¡¿Lo único?! ¡¿Ustedes se volvieron locos?! —Mario. Calmate por favor. Pensá en tu futuro. Pensá en Adriana. Pensá en Clarita —dijo Roberto. Mario se quedó mirando la nada por varios minutos. No sabía lo que tenía que hacer en ese instante. No pudo imaginar nada. No logró pensar en nada. —Es lo mejor para todos, hijo. No queríamos que se arruine nuestra familia. —Está bien —dijo después de una larga pausa y pronunciando las dos palabras que más les costó decir en su vida. A la semana del encuentro todavía estaba perturbado, y este sentimiento se transformó en miedo. Fue hasta la clínica para hablar con el doctor, pero la recepcionista le informó que no trabaja más allí y que no le podía dar más datos. Intentó buscarlo por su cuenta, pero era como si se lo hubiera tragado la tierra. Había desaparecido y nadie sabía nada de él. *** —Mario, recordá que hicimos un pacto hace ocho años atrás, en esta misma mesa —dijo Carlos. —Cómo olvidarlo. —Y bueno, ¿qué vas a hacer al final? —Me voy a ir unos días al sur, como bien les contaron sus informantes. Me voy a alejar un tiempo de todo esto. Quédense tranquilos, no me voy a llevar a Clarita a ningún lado. El pacto que hicimos será respetado por mi parte hasta que me muera. Dicho esto, Mario se levantó de la mesa y salió caminando hacia la puerta del restaurante. Se frenó. Miró de nuevo a su padre y a su suegro y se marchó por donde vino, con la cabeza baja y las manos en los bolsillos. Palpó el arma que llevaba guardada en el cinturón del pantalón. No se atrevió a matar a esos monstruos porque comprendió que al hacer el pacto él se había convertido en lo mismo. En el mismo ser abominable que eran su padre y su suegro. --- Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado en el año 2014.

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La bruja

Decidí ir a visitar a la bruja de mi suegra. Luego del trágico accidente que sufrieron mi esposa y mi suegro resolvimos, junto a mis hijos, llevarla a un hogar de retiro. Había quedado sola en el mundo y no tenía más familiares que nosotros. Aunque, a decir verdad, nunca la consideré parte de mi familia. ¡Me hizo la vida imposible desde el momento que conocí a su hija! Siempre se opuso a nuestra relación y no escondía sus sentimientos de desprecio para conmigo. Por eso la llamo “la bruja”. En fin, mis hijos me insistieron tanto que terminé cediendo y acá estoy, dudando si bajo o no del auto. Todavía recuerdo sus súplicas. —Papá, te manda cartas todas las semanas para que vayas a verla. Hacelo por mamá. Liliana fue mi único amor. Fuimos el uno para el otro siempre. Desde que se fue, hace nueve años, me falta una parte de mí. Sólo me quedan mis dos hermosos hijos, ya casados ambos, que vienen a visitarme todos los domingos. A Liliana la extraño mucho. Trato de seguir adelante por ellos, pero es muy difícil aguantar semejante dolor. Lo llevo como puedo e intento que nunca me vean mal. No quiero preocuparlos por nada, y mucho menos, recordarles a cada rato la muerte de su madre. Con Liliana estuve casado veintidós años, tres de novios, es decir, veinticinco años aguantando a ese ser despreciable que es su odiosa madre, y cuando consigo librarme de la bruja de mi suegra, pagando un costo altísimo por ello, me vuelve a atormentar para que la venga a ver. Seguro es para reprocharme o echarme la culpa de algo. —¿Usted es el hijo de Doña Elsa? —me pregunta una enfermera que había salido a mi encuentro. —No. Soy el marido de su hija. —Venga. Pase. Lo está esperando en el salón. Ahí estaba. La Bruja. Sentada en un rincón, mirando por la ventana hacia la calle, con su típico halo de maldad que siempre la caracterizó. Le hace señas a la enfermera para que nos deje solos y vuelve la vista hacia el exterior. Yo avanzo hacia ella. —Hola Ricardo. —Hola Elsa. Le mentiría si le dijera que me alegro de verla —el que pega primero, pega dos veces. —Tomá asiento si querés —me dice como si no hubiera escuchado mi comentario y señalándome un sillón al lado del suyo—. ¿Vos te preguntarás para qué te hice venir? —Sólo vine porque me insistieron mis hijos —le aclaro mientras me siento, cruzo las piernas y me pongo a ver por la ventana. —Mirá Ricardo, voy a tratar de hacértela corta. —La escucho. —La historia que te voy a contar no va a durar más de cinco minutos. Después te podés retirar y no volver nunca más, como es tu anhelo. Estuve tentado en decirle que mi deseo era no haberla conocido nunca, pero me contuve. —Como hice con todos los anteriores novios de mi hija —arrancó a hablar sin preámbulos—, decidí investigarte desde que ella te presentó en nuestra casa. Pero había algo en vos que me resultaba un tanto extraño. Algo que no había notado en todos los anteriores. No me gustabas. No sabía porque, pero tenía la horrible sensación de que escondías algo. —¿De qué está hablando, Elsa? ¿Me investigó? —Es lo que haría cualquier madre por el bienestar de su hija. Su mirada se clavó en mis ojos. Es la primera vez que lo hace desde que llegué. Al no obtener ninguna respuesta de mi parte vuelve a mirar hacia la calle y continúa con su relato. —Le pedí a unas amigas que te siguieran y me recolectaran toda la información posible de vos, pero las muy inútiles no pudieron conseguir nada importante, así que decidí tomar el toro por las astas y salir yo a realizar este trabajo. —¿Era necesario tomarse semejante molestias? ¿Por qué no contrató a James Bond mejor? —Veo que tu sarcasmo se ha ido perfeccionando con los años. —Y yo veo que su maldad está llegando a niveles que hasta el propio Lucifer está temblando de miedo porque le quiten su puesto en poco tiempo. —¡Si supieras todo lo que tuve que soportar en mi vida tendrías un poco de compasión para conmigo! —¿Compasión? Si me hizo la vida imposible desde siempre. Me trató como una basura. A ver, vamos haciéndola corta que no tengo todo el día para desperdiciarlo. ¿Qué fue lo que descubrió de mí que la hizo odiarme tanto? —Bueno… yo tampoco pude descubrir nada. Parecías impoluto a simple vista. Tenías un trabajo estable en una buena empresa, una casa propia, un auto, hasta tenías una mascota. Pero yo no me tragaba toda esa pantalla. Sabía que en el fondo no eras quien decías ser. Así que, sí, contraté a una persona que se encarga de investigar gente. —¿Un investigador privado? Ah bueno, se hizo profesional la cuestión… y personal. Sin escuchar mis palabras y mirando siempre hacia la calle, siguió hablando. —A la semana se apareció en mi casa portando una carpeta con toda tu vida. A qué escuela fuiste, tus novias anteriores, tus empleos anteriores, lo que hacías en tus ratos libres, etcétera, etcétera, etcétera. Obviamente la analicé con delicado detalle. Cuando estaba llegando al final, el investigador me detuvo y me dijo: ‹‹Lo que viene es la frutilla del postre, pero le advierto que puede ser duro› ›. Le había pagado mucho dinero como para no seguir con la lectura, y sus dichos no hicieron más que intrigarme. Cuando terminé de leer la carpeta sentí una fuerte puntada en el pecho. El mundo se me vino abajo. No podía soportar lo que estaba leyendo, y tenía que impedir que siguieras de novio con mi hija. Hice todo lo posible pero la pobrecita ya se había enamorado de vos. Hizo una larga pausa mientras yo me quedé sin saber que decirle. En realidad, podría decirle muchas cosas indecorosas, pero preferí callarme y ver hasta donde llegaba toda esta locura. —Traté de separarlos de mil maneras —continúa— pero todos mis intentos fueron en vano. Así que me guardé este secreto para mí, con la intención de llevármelo a la tumba. Pero ya no puedo más… realmente ya no aguanto más. Se llevó las manos hacia su rostro y rompió en un llanto desconsolado. Yo, que venía siguiendo el relato con poco interés, me sobresalté sorprendido porque era la primera vez que la veía llorar. Ni siquiera en el entierro de su hija y de su esposo derramó una lágrima. —¿Qué pasa Elsa? ¿Qué está pasando? ¡Hable por favor! —¡No es justo! ¡Por Dios, que no es justo! ¡Te odio! Te odio tanto… pero más me odio a mí misma… tendría que haber hecho algo cuando pude, ahora es demasiado tarde. —¿Qué tendrías que haber hecho qué? —Ahora es demasiado tarde… demasiado tarde. El daño ya está hecho… el daño… Pobrecita mi chiquita… ¡¿Por qué?! ¡¿Señor, por qué?! La agarro desesperado por los hombros, pidiéndole explicaciones. Me mira fijo con sus fríos ojos y me escupe las palabras en la cara. —Liliana y vos… eran hermanos. Te di en adopción cuando naciste. --- Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado en el año 2014.

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Manicomio

En la tranquilidad de su oficina la enfermera tomó el teléfono celular de su bolsillo y marcó un número que se sabía de memoria. —Hola… Si… ¿Qué tal?... Sí, es nuevo acá… veinte años aproximadamente, es sano… Sí, es espático… Nos encontramos el sábado en el mismo lugar de siempre. Al concluir la breve charla se puso a llenar unos papeles que tenía arriba de su escritorio como si ésta nunca hubiera ocurrido. Mientras tanto, en el patio, la realidad presentaba un panorama muy diferente. Gritos, llantos, insultos, corridas. Hugo no lograba escapar del acoso y agresión de los demás internos. Arrastraba un pie y tenía un brazo paralizado. Intentaba alejarse, pero lo seguían, insultándolo y denigrándolo. Estaba llorando y les pedía por favor que se alejaran de él, que lo dejaran tranquilo. Fue en ese momento cuando Manuel decidió entrar en acción. —¡Métanse conmigo si tienen huevos! —les gritó—. ¡Déjenlo en paz! ¡Mándense a mudar, carajo! Había observado la situación y no pudo aguantar más. ‹‹Alguien tenía que hacer algo››, pensó. Aunque trataba de pasar desapercibido todo el tiempo, ellos habían culminado su paciencia. Los agresores se encogieron de hombros y salieron corriendo, mirando, cada tanto, de reojo a Manuel. Quedaron solos en el patio. Hugo se acomodó la camisa que se le había salido del pantalón en el intento de escapar. —Gracias —dijo recuperándose como podía—. Sos muy amable. Manuel lo miró de arriba abajo un breve instante, estudiándolo. Después del incidente cinco años atrás se había vuelto demasiado desconfiado para su gusto. —¿Vos sos nuevo acá, no? —Sí. —respondió Hugo. —¿Hace cuánto que llegaste? —No… no recuerdo bien —. Terminaba de acomodarse del altercado y miraba por primera vez a su salvador—. Una o dos semanas. —¿Tenés familia? —No —Hugo miró sus pantuflas, que le quedaban un tanto grandes. Nunca en su vida había podido mantenerle la mirada a nadie. —¿Qué edad tenés? —Veinticuatro. —¿Cómo te llamas? —Me llamo —dudó un instante—, me dicen… Hugo. Manuel Méndez era una persona muy respetada en el edificio. Llevaba un lustro internado. Después de matar a su esposa de treinta y nueve puñaladas, al encontrarla con otro hombre en su propia cama, la justicia lo declaró insano. En su antigua vida, como le gustaba decir a él en las reuniones grupales a la que asistía todos los sábados por la tarde con la doctora Flores, había sido un empleado administrativo de una compañía de seguros muy prestigiosa. Su metro noventa de estatura y el pelo corto, casi rapado, negro como sus ojos, le hacían parecer un jugador profesional de baloncesto. Tenía nariz puntiaguda y una sonrisa muy agradable. Desde que llegó al manicomio siempre se lo veía con un tablero de ajedrez bajo el brazo. Por las tardes jugaba solo en el patio debajo del mismo árbol. Por las noches leía mucho en su habitación. Por decisión propia, ya no tenía amigos. Sin embargo, tenía una buena relación con el director del instituto y no perdía la ocasión de librar duras batallas ajedrecísticas contra él. También tenían largas charlas. Hablaban de política, de fútbol, de libros. Era en la única persona en la que confiaba. A menudo tenía ataques de histeria y gritaba sin ninguna razón: ‹‹ ¡Puta, sos una puta! ¡Te odio hija de puta! ››. Los enfermeros y ayudantes se veían obligados a sedarlo con tranquilizantes potentes que lo hacían dormir hasta catorce horas. Manuel era muy fuerte y se resistía hasta el último aliento. Cinco personas eran necesarias para dominarlo, y otra para sedarlo. Por este motivo tenía las muñecas y los brazos siempre lastimados y vendados. Manuel vigilaba a Hugo todas las tardes desde que éste llegó. Veía como intentaba, sin prisa, caminar alrededor de una hora por el patio y luego se sentaba solo, mirando al cielo, como intentando buscar algo. Notaba como Hugo siempre estaba dispuesto a ayudar en las tareas diarias dentro de lo que sus limitaciones físicas le permitían y además era muy gentil con sus cuidadores. Le había tomado cariño aún sin conocerlo en profundidad. ‹‹Debe ser un buen chico››, pensó una tarde mientras movía el alfil blanco haciéndole jaque al rey negro. Por eso, ese día se enojó mucho cuando un grupo de internos lo empezaron a molestar y a insultar. Tomó su tablero de ajedrez debajo del brazo y los encaró. Manuel era temperamental, pero también era muy inteligente y perspicaz. —Decime Hugo —dijo, mientras lo ayudaba a sentarse en un banco del patio— ¿Cómo llegaste acá? —Una… una noche estaba buscando algo de comida en la basura —habló pausado, casi tartamudeando y con un dejo de vergüenza en sus ojos—. Se me… se acercaron dos tipos, me empujaron, caí al piso y… empezaron a pegarme. Después de eso no… no recuerdo más. Terminé en un hospital y a los dos, … a los dos días me trajeron acá. Manuel sintió mucha compasión por Hugo. Notó que a éste se le habían llenado los ojos de lágrimas mientras le relataba lo sucedido y entonces trató de cambiar el tema enseguida. Ya tendrían tiempo de conocerse mejor, pensó. —Vení, acompañame —le dijo. Lo llevó debajo del árbol que pasaba todas sus tardes. Lo ayudó a sentarse en el suelo, colocó el tablero de ajedrez entre ellos y comenzó a ubicar las piezas en su lugar. —¿Sabes jugar? —No —Te voy a enseñar. ¿Querés? —Hugo asintió con la cabeza—. Éstas son las piezas blancas y éstas son las piezas negras. El objetivo del juego es que me vayas comiendo las piezas hasta hacerme jaque mate… Mientras la explicación continuaba una enfermera salió al patio y se dirigió hasta ellos que eran los únicos que se encontraban afuera. Observó a Manuel con indiferencia y le habló a Hugo. —Querido, es el turno de tus medicinas. Manuel la miró y vio que tenía escondida una jeringa en el bolsillo. Sabía lo que eso significaba, y entonces se paró de golpe. —¡A él no le hagas nada! —le gritó con una mezcla de odio y temor. —Vos no te metas. —¡Él no te sirve! —Callate si no querés que te encierre y te ate. —Él es mi amigo —dijo suplicando mientras retrocedía fulminado por la mirada penetrante de la enfermera—. Yo lo estoy cuidando. Hugo intentó pararse para hacerle caso a la enfermera y evitar que no le pasara nada a Manuel. —Manuel no te hagas problema yo… —¡Vos te sentás ahí! –gritó—. Yo me encargo de esto. —Pero no… no te preocupes Manuel, tomo los remedios y vuelvo —le dijo tratando de calmarlo. —Sí. Huguito toma sus remedios y te lo devuelvo —dijo la enfermera con tono sarcástico y burlón. —¡No es así! Yo sé lo que le van a hacer. No se lo merece. Hace poco que llegó. Sufrió mucho. La enfermera sacó su jeringa del bolsillo y lo amenazó a Manuel. —¿Querés ocupar vos su lugar? —No, ¡no!... pará… —hizo de una larga pausa y miró a los ojos a la enfermera por primera vez en su vida— ¡Sos una trola! —fue lo que le salió de adentro. A pesar de ser más alto y más fuerte que la enfermera, Manuel le tenía mucho miedo, porque conocía sus secretos y de lo que era capaz. Nunca antes la había enfrentado. Al insultarla, se refugió entre sus propios brazos. Sintió un dolor en las costillas y cayó al suelo. —¡Vos, vení para acá! —le gritó a Hugo que se estaba acercando para ayudar a Manuel— ¡Ya es suficiente! ¡Vamos a terminar con todo esto! De un empujón lo tiró al piso y Hugo quedó mirando el cielo. —Yo lo hago —dijo Manuel balbuceando y agarrándose las costillas del dolor. —¿Qué decís? —Dejáme que yo lo hago, vos lo vas a hacer sufrir, lo vas a lastimar, sos muy bruta. La enfermera pensó un instante y estudió su rostro. —Está bien, pero hacelo rápido que no puedo perder más tiempo. Le entregó la jeringa a Manuel y se alejó un poco para observarlo mejor. Éste se paró despacio, miró a la enfermera, respiró hondo y se dirigió a Hugo. —Amigo, confía en mí, no te va a doler —le dijo consolándolo y acariciándole el pelo. —Pero Manuel… —intentó balbucear Hugo. —Confía en mí. Esto se termina pronto. Manuel se acercó a Hugo con la jeringa en la mano. Lo puso de espalda a él y en el momento que le iba a clavar la aguja sintió un fuerte pinchazo en su cuello. —¡Pelotuda! ¡Qué hiciste! Manuel cayó de nuevo, esta vez con una jeringa clavada en su yugular. Intentó en vano quitársela, pero ya no tenía más fuerza. El sedante había penetrado en sus venas. Estiró la mano hacia la enfermera, la miró por última vez a los ojos y se desmayó. Hugo se acercó a Manuel llorando y se tiró encima de él. —¡Ayudalo, se va a morir! —Quedáte tranquilo querido, solo lo dormí. Le di un sedante. Estaba muy nervioso. Acompañame adentro. Llevó a Hugo hasta su habitación y volvió con dos enfermeros para ocuparse de Manuel. Lo arrastraron hasta la enfermería y lo subieron a una camilla. —Gracias. Yo me encargo desde acá. Cuando quedó sola en la habitación tomó su celular del bolsillo y marcó un número. —Hola… Tuve un pequeño problema, pero lo pude solucionar. Conseguí a uno mejor. Ya tengo los órganos que andabas buscando. Como quedamos, nos encontramos el sábado. --- Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado en el año 2014.

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Carta desolada

Mar del Plata, jueves 19 de septiembre de 2013 Estimado Dr. Garmendia: ¿Cómo le va? Espero que bien, porque digamos que, a mí, no. Creo que he tenido una recaída y me urge hablar con usted. Le escribo esta carta porque no me puedo comunicar por teléfono (o quizás no me quiera atender las llamadas). Es una vergüenza que un profesional se haya olvidado de su paciente. ¿Y el juramento hipocrático y todo eso? ¿Cuánto tiempo pasó de nuestro último encuentro? Dos, tres meses. Es mucho, doctor. Necesito contarle mis nuevos problemas, que son ocasionados por los viejos problemas. ¿Se acuerda, doctor? ¿Se acuerda cómo llegué a su consultorio hace tres años? Era una piltrafa, y usted me curó. Usted hizo que yo salga adelante. O eso creí hasta ahora. Como ya le dije, me parece que tengo una recaída, como a usted le gustaba decir. Igual, no quiero que me malinterprete. Esperemos a que me vea de nuevo para diagnosticarme como se debe y como sólo usted sabe hacerlo. ¡Atiéndame doctor, por favor! Soy una mujer desesperada. Hace unos días, fui al consultorio que comparte con el doctor Cima y la secretaria me miró de una manera que me incomodó. Como si no me conociera. Al final me dijo que usted tenía la agenda ocupada o algo por el estilo. No le entendí muy bien. Terminó diciéndome si no quería mejor hacerme ver por el doctor Cima. “¡Quiero que me vea mi doctor!”, le grité y salí a las apuradas pegando un portazo. No es que no tenga confianza en el doctor Cima, es que, no sé cómo explicarlo. Es cuestión de química, ¿me entiende? Además, dígame la verdad, no va a tener un tiempito para mí, para su paciente de años. Dele. Sea bueno. Atiéndame. No sea malo. ¿Qué le hice? Si lo ofendí por algo, no fue mi intención. Usted sabe todos los problemas que tengo. Volvieron las sospechas, doctor. Esas que me carcomían el cerebro hace un tiempo, ¿se acuerda? Pero esta vez, no son sólo sospechas e inventos de la mente ante hechos no comprobados en la realidad, como solía usted decirme. Ahora tengo pruebas. Recuerda que una vez le dije que tenía el presentimiento de que mi marido me engañaba. Usted a lo mejor no comprende lo que es el sexto sentido de una mujer, pero le cuento que esas “fantasías” se están convirtiendo en “realidad”, doctor. Mi marido era un hombre que le gustaba quedarse en casa. Resulta que ahora se le dio por juntarse con sus amigos todos los jueves a la noche a cenar y jugar al truco. Por supuesto que esto, no me lo creo, doctor. ¿Usted me entiende? La cuestión es que no aguanté más y el jueves pasado, cuando se preparaba para salir, y mientras se estaba dando un baño, me acerqué sin hacer ruido hacia la pieza y hete aquí la primera prueba. En la cama estaba acomodada toda la ropa que usaría esa noche. También estaban los cigarrillos, el reloj, el celular, un pañuelo, la billetera, y sobre la mesita de luz, estaba el perfume importado que se compró en el shopping hace más de un año. El que sólo usa en ocasiones especiales, como, por ejemplo, para cumpleaños y eventos en la empresa. ¿Para qué se va a poner perfume para juntarse con los amigos, eh, doctor? Primera prueba. La otra que encontré es más certera y directamente implicante. Descontrolada al ver el perfume en la mesa, no soporté y le revisé el teléfono. Sí doctor, se lo revisé. ¿Y sabe que tenía? Tres llamadas de un tal{" "} “Leo”, que por supuesto no conozco. No tiene ningún amigo llamado Leo o apodado de ese modo. Seguro es alguna amante, a quién registró como contacto con ese nombre para despistarme, porque sabía que tarde o temprano le iba a revisar el celular. Pero esto no es todo, doctor. Tenía varios mensajes de ida y vuelta con ese Leo que paso a transcribírselos a usted, porque me los acuerdo de memoria. —“¿Cómo estás para esta noche?” —le escribe ese tal Leo a mi marido. —“Hoy no voy a tener piedad con vos” —le responde mi marido. —“Eso lo veremos. Traete las pelotas que las vas a necesitar” —le replica Leo. —“Ya vas a ver lo que te hago con estas pelotas. Besitos bonita” —le termina de escribir mi marido. ¡No se imagina como me puse, doctor! Me largué a llorar en el acto y me tiré en la cama, arriba de toda la ropa de mi marido. A todo esto, el muy turro, sale del baño y me intenta consolar. Me pregunta ¿qué me pasaba?, ¿porque me había puesto así? Yo le muestro los mensajes y ¿adivine qué me dijo? —“¿Por esto estás así?”. —“¡Sí, por eso estoy así!, ¿te parece poco?” —le contesté. Le cuento mis sospechas de que le puso “Leo” a un contacto de alguna mujerzuela. Me mira y se empieza a reír, doctor. ¿Puede imaginar? ¡Yo llorando desconsolada porque mi marido me engaña y él se ríe en mí cara! En un momento me dice que Leo era un compañero de la oficina, hasta me dijo el apellido y el sector donde trabaja, pero no me los acuerdo. Estaba muy nerviosa, doctor. También me dijo que esos mensajes pertenecían a unas bromas que se gastaban antes de los partidos de truco. ¿Usted va a pensar que yo le creí? No. No le creí ni una palabra, doctor. Le empecé a gritar que era un mentiroso y un embustero. Él no me prestaba atención y se vestía como si nada hubiera pasado. Se puso la camisa, el jean, los mocasines sin siquiera mirarme a los ojos en ningún momento. Hasta que se puso el perfume importado. ¡¿Para qué?! Ahí sí que no aguanté más, doctor. A mí por boluda no me van a tomar. Me le tiré encima, desgarrándole la ropa y arañándole toda la cara. De un empujón me revoleó de vuelta a la cama. Ya le conté de la fuerza que tiene mi marido, doctor. Que puedo hacer yo con mis cincuenta kilos contra una mole como él. Encima cuando se estaba acomodando de mi ataque entra Juancito preguntando qué pasaba. Mi pequeño hijo, doctor, preocupándose por sus padres. ¿Se acuerda de él? No se imagina lo grande que está. Pasó a segundo y la maestra dice que es muy inteligente y despierto para su edad. Me parece que tiene una noviecita, doctor. El otro día le revisé el cuaderno y tenía escrito, en los márgenes, el nombre “Camila” y unos corazoncitos alrededor. Que rápido crecen los chicos, y uno no lo percibe. Acuérdese lo que le digo, cuando me quiera dar cuenta, va a estar yéndose a la universidad y me va a dejar sola. Sí, sola, doctor. Es que mi marido, después de esa noche, es otra persona. No me habla. Comemos en silencio. Ni bien termina de cenar se tira en el sillón para ver fútbol. Mira cualquier partido, doctor. Checoslovaquia contra Nigeria, con tal de no compartir más tiempo conmigo. Después nos acostamos, también en silencio, y ya no le excito, doctor. Ya no me toca. Ni siquiera me mira. Recuerdo cómo nos mirábamos cuando éramos adolescentes. Que épocas aquellas. Algún día de estos me pide el divorcio, acuérdese lo que le estoy diciendo. Bueno, doctor, no estoy con más fuerzas para seguir escribiéndole. Contarle el incidente con mi esposo me agotó física y mentalmente. Espero que al leer esta carta comprenda por todo el tormento y la angustia por la que estoy pasando, se apiade de mí, de mi sufrimiento y me vuelva a atender. Tengo varios problemas más, como la relación con mis amigas y la separación de mis padres después de treinta años de casados, pero eso lo dejo para otra carta o para contárselo en persona si me concede una hora de su tiempo. Deseo con todo mi corazón que se encuentre bien donde quiera que esté, y que no se haya hecho daño cuando su bote naufragó en el Rio de la Plata. Es traicionero ese río, doctor. Mire que se tenía que ir hasta allá para pescar, y encima se embarca solo con la tormenta que se venía. Le dejo esta carta en una botella en el mar, sobre la Playa Bristol. Por favor respóndame cuando la reciba. Le mando muchos cariños. Eva Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado en el año 2014.

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El robo

Nunca sentí tanto temor en mi vida como esa mañana en el Banco Francés, y eso que estuve en muchos procedimientos catalogados “Peligrosos Clase 1”. Como en la toma de rehenes en esa vivienda de Caballito, donde tuve que negociar con los captores mano a mano y llevarme todo el crédito por reducir a los delincuentes. O esa vez que desalojamos una torre de edificios tomada en Soldati. Ahí sí que nos tiramos de lo lindo con los “ocupas”. En ninguno de los dos casos tuve miedo, sino que sentí euforia y adrenalina. Los mismos sentimientos que sentí durante más de treinta años de servicio en la fuerza. Pero esa mañana fue distinto. Yo me encontraba en el banco esperando mi turno, como hago todos los días cinco de cada mes, cuando voy a cobrar la mísera pensión por retiro que me dieron. El día estaba agradable y el sol ya había ganado todo el cielo. Yo me encontraba parado detrás de unos señores mayores que no paraban de hablar ni un minuto de política (no hay tema que me interese menos en la vida). Quizás, si hubieran hablado del partido de Rugby entre Los Pumas y los All Blacks, a lo mejor me hubiese puesto a opinar. Llevaba más de media hora esperando en la cola y había empezado a ofuscarme un poco, igual que me pasa cada mes. En este banco, también esos días, cobran los del Parque Industrial y se pagan los sueldos de los empleados del estado. El lugar se convierte en un gallinero público. Cientos de voces pugnando por sobresalir. Cientos de historias esperando a ser contadas una y mil veces. Las mismas caras de siempre. Los mismos relatos de vida y chismes mundanos. Algunos los sé de memoria. Creo que fui el único que sospechó de esos dos sujetos que ingresaron hablando en un tono más elevado que el resto de los clientes. Algunos de ellos se dieron vuelta a mirar quiénes eran estos tipos, pero enseguida volvieron a lo suyo. Yo sabía que algo raro iba a suceder con esas personas. El olfato de policía no lo perdí, aunque hace más de cinco años que me retiré. Lo que los delató fue simple de percibir para uno de nosotros; no encajaban con el resto de las personas en el banco. Sus formas de observar las instalaciones mientras seguían hablando. Estaban calculando, midiendo la situación y el ambiente. En ese momento, los músculos se me tensaron y ahí fue cuando comencé a sentir una oleada de temor que me recorrió todo el cuerpo.  El disparo que rebotó contra el techo hizo que me sobresaltara, y creo que fui el primero en tirarse al piso cuando lo ordenaron. Es más, me parece que me anticipé a la orden. La gente comenzó a gritar, y un segundo disparo al aire acalló el bullicio. Todos obedecieron arrojándose al piso como clavadistas olímpicos. Hay dos cosas que me parecen absurdas en los robos a bancos con pistolas. La primera es que siempre los ladrones, para dar inicio al asalto, disparan al techo, justo por encima de ellos. Algún día se les va a caer un pedazo de concreto en la cabeza y va a ser digno de un cuento de García Márquez o de Cortázar. La segunda, y pienso que está muy relacionada con la primera, es que las personas, es decir, los rehenes, cuando se tiran al piso, se tapan enseguida la cabeza con las manos. Como si esto fuera protección contra un disparo certero y mortal. A lo mejor lo hacen para protegerse por si se cae un bloque del techo cuando los ladrones ejecutan los disparos. Enseguida del segundo tiro al aire, el que parecía mayor de los dos ladrones tomó el liderazgo y comenzó a dar órdenes. Se acercó al sector de las cajas, les entregó una bolsa de consorcio y les ordenó a los empleados del banco que la llenaran sin decir una palabra. El que parecía menor, ya había dado la vuelta y estaba del lado de los cajeros, también llenando la bolsa con dinero y controlándolos. Les preguntó si había cámaras y cuando se las señalaron no pareció importarle. Las miró unos segundos y volvió a su trabajo. También les preguntó por el sistema de alarma de aviso a la policía y si alguno había sido tan estúpido como para accionarlo. Los empleados, dos muchachos que no llegaban a los treinta años, y una señorita que parecía recién salida de la escuela secundaria, dijeron al unísono que no. Pasó todo muy rápido. El asalto duró nada más que cinco minutos, pero a mí me resultó una eternidad. La cabeza me estallaba de planteos. ‹‹Tenés que hacer algo››, me decía una dulce y decidida voz en mi interior. Al rato escuchaba: ‹‹ No seas idiota y quedate tirado dónde estás. ¿Vas a arriesgar tu vida por las migajas que te pagan por haber servido a la sociedad durante tanto tiempo? ››. No sabía qué hacer. Hubo momentos en que ganó el héroe que llevo dentro. Tenía una pequeña navaja en el llavero del bolsillo del pantalón. Una Victorinox, esas que tienen un montón de cosas. Si actuaba rápido los podía reducir a los dos sin problemas, como hice aquella vez en la toma de rehenes. Obvio que esa vuelta tenía todo un equipo atrás que me estaba cuidando la espalda, y francotiradores por todos lados, que al mínimo movimiento de los delincuentes empezarían a disparar. También era joven. Ahora estaba solo, rodeado de gente asustada que no paraba de gemir y de rezar. Miré a mi alrededor muy despacio, procurando que no me descubran y alcancé a ver, muy cerca de donde me encontraba, a tres jóvenes que me podrían servir de apoyo. Traté de llamarlos con la mirada, pero no levantaban la vista del suelo. Una señora de unos setenta años estaba observándome, vaya a saber desde cuándo. Nuestros ojos se cruzaron por un instante y pude ver el brillo de su pesar. Su rostro reflejaba miedo y una tristeza que iba más allá de la situación actual. Movió de manera sutil la cabeza de un lado al otro en señal de que no lo haga. En breve todo terminaría y volvería a la normalidad, como si el robo al banco nunca hubiera ocurrido. No me podía quedar así. Mi orgullo me lo impedía. Volví a mirar a los ladrones y noté que el líder estaba controlando la calle por una de las ventanas, a pocos metros de donde me encontraba tirado. Ése era el momento para actuar. Otra vez la vocecita en mi mente. ‹‹ No te hagas el héroe. ¿Sabes cómo terminan los que se hacen los héroes en este país? Envueltos en una bolsa negra y vestidos con un traje de madera ››. Lo sabía muy bien. He perdido a varios compañeros en acción, pero era nuestro deber. Tenemos un compromiso con la sociedad, la obligación de protegerlos de actos delictivos. ‹‹ ¿Y el compromiso de la sociedad para con vos? Ocho mil quinientos pesos que no te alcanzan para pagar el alquiler del monoambiente y comer una semana. ¿Te vas a sacrificar por ocho mil quinientos pesos? ››. Entre reflexiones y angustias acumuladas, me replanteaba otra vez qué hacer. Si no actuaba la conciencia me lo recriminaría tarde o temprano, y si actuaba podría terminar muerto. Pensaba y pensaba mientras seguía tirado en el piso sin moverme. No tengo mucho que perder en la vida. Vivo solo en un departamento de dos por dos. Mi exmujer ya formó una nueva familia, con dos hermosos chicos que se parecen mucho a ella. Mi única hija no me dirige la palabra desde que discutimos unos meses atrás sobre su futuro, y amigos me quedaban pocos. Los buenos están muertos y los restantes, mejor perderlos que encontrarlos. Entonces decidí intervenir sin perder más tiempo. Me llevé la mano derecha al bolsillo del pantalón, con mucho cuidado y sigilo, agarré la navaja con los dedos anular e índice. La desplegué y comprobé su filo. Era suficiente para traspasar la carne del cuerpo de los ladrones en caso de ser necesario. Junté muy despacio las rodillas contra mi pecho para tener más balance a la hora de pararme, y esperé a que el ladrón que estaba del lado de los empleados del banco se descuidara. Al que estaba mirando por la ventana ya lo daba por hecho que lo reduciría en segundos sin problemas. Sería muy fácil y rápido, y éste no tendría tiempo de pensar que le estaba pasando. El que me preocupaba era el más joven que lo tenía a una distancia peligrosamente inalcanzable. Pero sabía que una vez que cayera el líder, iba a ser más sencillo controlar y reducir al subalterno. Sería cuestión de convencerlo que dejara todo como estaba y se entregara, porque no tenía escapatoria. En ese momento, del lado de las cajas empezaron a escucharse unos gritos. Alcé la vista y observé a uno de los delincuentes discutir y forcejear con uno de los dos cajeros. El ladrón que estaba contra la ventana se acercó corriendo. Acto seguido se oyó un disparo. El pobre empleado cayó muerto de un tiro en la frente ante la atenta mirada de todos. No pude hacer nada. El cuerpo se me paralizó. No logré mover un dedo. Dejé que mataran a ese chico. Podría haber actuado cuando empezó el forcejeo, o incluso mucho antes. Más tarde comprendí que ya estoy viejo para estos trotes. Estoy viejo para vestirme de héroe. Los delincuentes pasaron corriendo por delante de todos nosotros y se perdieron en la ciudad. Yo seguía sin moverme, reprochándome la muerte del empleado. De este joven muchacho que tenía toda una vida por delante. Yo era el culpable de lo que le sucedió. Yo tendría que haber muerto en lugar de este chico. Si hubiera tenido un poco más de coraje la historia sería otra y a lo mejor ese inocente chico ahora estaría abrazándose con su madre o su novia, en lugar de estar enterrado en un cementerio. En eso siento que me tocan el hombro, levanto la vista muy despacio, y veo a la señora mayor de los ojos tristes que me tiende una mano y me ayuda a incorporarme. Con su mirada me dice que todo había pasado. Que mi tiempo había pasado. Que ya nada volverá a ser como antes. Los días de gloria se habían extinguido. Todos los meses vuelvo al mismo banco a cobrar mi pensión, y me pongo a conversar con las personas de la fila, que son casi siempre mayores que yo. Me siento más a gusto. Nuestro tema preferido es la política y lo difícil que está la situación del país, sobre todo con la inseguridad. Uno nunca sabe cuándo le pueden robar los sueños. Como esa mañana que entraron esos tipos a este banco y… ‹‹ ¿Se acuerda, Don? ››. --- Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado en el año 2014.

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La soledad del alma

Siempre consideré que aquellos que deseaban morirse eran seres desagradecidos de la vida. Sin embargo, hoy puedo afirmar sin ningún pudor ni orgullo perdido que, acallar para siempre esta mente perturbada y sin esperanzas es el único anhelo que me queda. No existe nada peor que sufrir la soledad del alma. Uno se consume por dentro de una manera tan trágica y fatídica que, en varios momentos, llega a considerar la posibilidad de un suicidio, para así terminar con ese eterno sufrimiento y silenciar de una vez por todas los pensamientos. Ponerle una mordaza al ser interior que nos avasalla con planteos y sentimientos de dolor y pésimas interpretaciones de los hechos ocurridos. Ni siquiera puedo disponer de este último deseo. Ojalá fuera distinto. Ojalá consiguiera de una vez por todas ponerle fin a una existencia, si es que se la puede referir como tal, que ya no tiene razón de ser. Espero algún día encontrar la paz que creo merecer porque no hice nada tan malo en mi vida para soportar semejante injusticia y padecimiento. Ni siquiera el accidente que me llevó al estado donde me encuentro ahora fue por mi culpa. Lo recuerdo muy bien, al igual que recuerdo los días posteriores sin poder mover un músculo de mi cuerpo. Tal como estoy ahora. Tengo y tuve plena consciencia de todo. Del camión embistiendo de frente a mi auto en el cruce de las rutas 7 y 30. El dolor insoportable después de la colisión. Los gritos de auxilio de las personas que se iban acercando. El lamento ahogado de manera desesperada que no podía emitir. Todo. Cada instante lo tengo grabado. Me acuerdo cuando llegaron los paramédicos y me subieron a la ambulancia. ‹‹Está inconsciente pero viva. Hay que llevarla urgente al hospital ››, decían. La llegada a la sala de urgencias. Las interminables y maratónicas operaciones para salvar lo que quedaba de mi organismo. Pero sobre todo recuerdo, y es como un puñal clavado en el medio del alma, la interminable, perpetua y solitaria espera. El doloroso y mortal silencio. ‹‹ Lamento decirles que entró en estado de coma después de las operaciones y no podemos saber cuándo va a despertar. Sólo les pedimos paciencia y que la acompañen en este difícil momento. ››, decían los doctores a mis familiares. ¡Paciencia! ¿Cómo podían pedir paciencia? Yo sentía todo. Vivía todo, y no podía hacérselos saber. Sentía las caricias de mi madre, mientras secaba el sudor de mi frente con un pañuelo. Su dulce y tierna voz al decirme que iba a ponerme bien. Cómo olvidarme del llanto desconsolado de mi padre. Nunca en mi vida lo había visto llorar. En ese entonces tampoco lo vi, pero lo sentí. Cómo no pensar en la promesa de mi amado esposo, que me esperaría por siempre. Fue el hombre que elegí para pasar el resto de mi existencia. ‹‹ En la dicha y en la enfermedad››, dijo el Padre Julián cuando nos unió en sagrado matrimonio. Él se quedó al lado mío hasta que no aguanto más. Extraño sus ojos. La manera como me miraba. Extraño verlo sonreír. Cada segundo de mi mísera vida después del accidente lo tengo guardado en un libro dentro mío que quisiera desecharlo, pero, contra mi pesar, no puedo. No pude moverme. No pude hablar. No pude comunicar que seguía allí con ellos. Que seguía siendo la misma de siempre, aunque notaba que estaba cambiando, que algo se estaba rompiendo. Era presa de mi propio cuerpo, ahora soy presa de mi mente. Llevo cuatro años muerta. Cuatro años desde que se apagó la luz. En ese tiempo pude comprobar que la peor sentencia para un ser humano es ser condenado a una soledad eterna. --- Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado en el año 2014.

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Sueños recurrentes

Su pasado apareció en sus sueños otra vez, como lo venía haciendo desde hace un tiempo. No recordaba desde cuándo, pero llevaba unos días con lo mismo. Todos los detalles y recuerdos de su vida. Cada palabra, cada respiración, cada mirada, cada sentimiento, cada sensación. Todos aquellos momentos, que estaban archivados en un disco duro, se reproducían en su subconsciente. Al principio pensó que eran sueños comunes, sin ningún sentido, como la mayoría de los que tenía hasta ese entonces. Lugares oscuros. Sonidos nuevos y conocidos a la vez. Pero a medida que soñaba, noche tras noche, fue percibiendo y recordando que, esas imágenes que se le aparecían mientras dormía, era su propia vida. ‹‹Vivir dos veces la misma vida, ¿Quién pudiera? ››, pensaba cuando se levantaba por las mañanas. Como no quería olvidarse de nada comenzó a anotarlos en un cuaderno, en la página de la izquierda escribía lo que recordaba de su pasado y en la de la derecha el sueño tal cual transcurría. Con este método descubrió varias cosas. Primero, que tenía muy pocos recuerdos de su infancia, sólo vagas imágenes que no podía asociar a ningún año en particular. Segundo, que, de su adolescencia, etapa que marca a las personas para el resto de sus vidas, sólo recordaba los momentos catastróficos. Pero el descubrimiento más grande que hizo gracias a su detallado registro fue que cada hora soñada equivalía a un día vivido de su pasado. Esto último le llevo un tiempo evidenciarlo. En aquella época dormía cinco horas por noche. Su metabolismo había cambiado por alguna razón que él no podía comprender y con ese cambio también se modificaron sus horas de sueño. No podía acostarse nunca antes de las doce de la noche porque no se dormía. Daba vueltas y vueltas en la cama sin poder relajarse y se despertaba todos los días a las cinco de la mañana, cuando llegaba al final de una nueva semana revivida, sin necesidad del reloj despertador, Las dos horas de siesta que dormía por las tardes le ayudaban a completar los siete días. La clarificación de sus visiones lo llevó a calcular que, a ese ritmo, antes de cumplir treinta y nueve años, sus sueños alcanzarían a su vida presente. No le dio importancia. Lo único que le preocupaba era que su pasado continuara manifestándose todos los días. De esta manera, volvería a disfrutar todas aquellas ocasiones en la que había sido feliz de verdad. El día que soñó con su primera semana en el jardín de infantes anduvo distraído en su trabajo. Había sido una experiencia bastante traumática en su niñez y también lo era ahora, en su etapa adulta. Separarse de su madre todos los días no le hace gracia a ningún niño de tres años. Sin embargo, el hecho que le hizo reafirmar de manera definitiva la relación entre sus sueños y su vida llegó con la semana de su primer beso. Tenía doce años y había empezado a darse auto placer cuando se bañaba antes de acostarse. Con ese hallazgo de su sexo también sobrevino el deseo de besar en la boca a una chica, y la indicada era Marita, su compañera de curso quien cambiaba besos por dinero con los chicos más grandes de la escuela. Para juntar la plata trabajó duro en el taller que tenía su abuelo en el garaje, lo que le valió que éste le pagara diez pesos por el trabajo. Le pidió si le podía pagar el viernes, antes de ir a la escuela. —¿Cuál es el motivo por el que querés la plata hoy y no mañana como habíamos quedado? —Es que estoy ahorrando desde hace mucho tiempo para comprarme la camiseta de Boca original y con la plata de esta semana, más lo que me va a dar mamá, llego justo —le mintió—. Además, la quiero ir a comprar antes de ingresar a la escuela para que todos mis compañeros la vieran. —¿Cuánto te falta para completar el precio de “la 10 de Maradona”? —le dijo el abuelo. —Mamá me prometió que hoy me iba a dar otros diez pesos más. Entonces el abuelo abrió un cajón y le entregó un billete de veinte pesos. —Tomá. No le digas nada a tu madre y andá a comprarte la remera ahora. Revivió en el sueño cómo había salido corriendo desde lo de su abuelo, aparentando apuro y ganas, pero lo que hizo fue dirigirse hacia la casa de Marita y entregarle los veinte pesos con la promesa que en el primer recreo le daría un beso delante de todos. —Está bien —le dijo Marita—. Pero esto solamente te alcanza para un beso de cinco segundos y sin lengua. —Hecho —le contestó y salió disparado para su casa. ‹‹Que lindos recuerdos››, pensó cuando despertó esa mañana. ‹‹Una de las mejores semanas de mi vida y casi ni la recordaba››. Los sueños, los recuerdos, su vida pasada le iban sucediendo mientras descansaba por las noches y en las siestas de la tarde. Pensó si sería el único en el mundo que poseía este don. El temor que le generaba la posibilidad de dejar de soñar su vida fue desapareciendo con el tiempo y llegó a la conclusión que el momento más maravilloso del día era mientras estaba durmiendo. Cuando Morfeo le convidaba con una cucharada de exquisito y veraz pasado. Como disfrutaba cada vez más de su vida mientras dormía, empezó a agregar horas de sueño. Decidió que dormiría doce horas por día. A causa de esto, su metabolismo volvió a cambiar y comenzó a perder peso. Pero a esta altura, no le importaba nada de su presente, sólo quería llegar a su casa cuando salía de trabajar y poder irse a la cama lo antes posible. Perdió el interés en escribir sus sueños en el cuaderno, ya no le encontraba un sentido. Ahora se dedicaba a disfrutar de sus mañanas, cuando rememoraba sus noches. El día que se recibió de Contador Público fue uno de los más felices. Sabía que estaba por llegar así que se preparó para la ocasión. Quería que fuera un sueño placentero, sin ningún tipo de interrupciones. Lo invadió la ansiedad y estuvo a punto de faltar al trabajo, pero al final eligió esperar y dejarlo macerar las ocho horas que duraba su jornada laboral para que tome cuerpo. Estaba tan contento que en la oficina no se podía contener. Quería revivir el instante preciso cuando el profesor de Auditoria le estrechaba la mano y le decía: ‹‹Fernández, fue un placer tenerlo como alumno, ahora será un honor tenerlo como colega. Lo felicito Contador›› . No pudo resistir más y se fue a su casa antes de terminar su turno. Cuando llegó, desconectó el teléfono, cerró todas las persianas, puso música suave y se entregó al día en que toda la sociedad lo empezaría a llamar Contador. Cuando se despertó no pudo contener las lágrimas, esas mismas que había derramado junto a su madre cuando se abrazaron afuera del aula. En esa época, su madre ya estaba enferma y no tardaría en morir, pero el recuerdo de ese instante lo tendría guardado para siempre, más aún ahora, que lo había vivido otra vez. La pesadilla del día de la muerte de su madre no la pudo evitar. Sabía que no podía hacerlo y que era parte del juego. Le tocó un sábado, así que decidió dormir todo el fin de semana para que esos días pasaran lo más rápido posible. Soñarlo fue tan desgarrador como cuando sucedió. Se despertó bañado en sudor y con el corazón galopando en su pecho a mil por hora. Luego de ese hecho, su vida pasada dio un giro de trescientos sesenta grados. Fue muy difícil reponerse, pero pudo superarlo y continuar viviendo de la mejor manera. Soñó el día en que prometió que dejaría de llorar la pérdida de su madre, porque ella no lo querría ver abatido y empezaría a hacer aquello que lo hiciera feliz porque sabía que eso la llenaría de orgullo donde quiera que su madre esté. La obsesión por los sueños se hizo cada vez mayor. A las doce horas que dormía por día, le agregó dos horas más. Se la pasaba durmiendo y reviviendo su pasado. La mañana que se despertó luego de haber soñado con su ascenso a Vicegerente de la empresa, teniendo tan sólo treinta y cinco años, se le vino a la mente una idea reveladora. Faltaban tres años de sueños para llegar al momento presente y llegó a la conclusión de que una vez que esto sucediera, comenzaría a soñar el futuro. Esta idea empezó a consumirlo de tal manera que no lo dejaba pensar en otra cosa. Sólo tenía un objetivo: llegar al presente en sus sueños. Su obsesión le jugó en contra y ahora no lograba dormir más de siete horas por día. Se despertaba en mitad de la noche y se desvelaba. ‹‹ ¿Cómo puede ser que me pase esto justo ahora? Ya casi lo tengo. Casi lo logro. Solo unos meses más, por favor, unos pocos meses más›› , imploraba mientras buscaba una solución a su terrible problema de insomnio. Se tomó vacaciones en su trabajo, de esta manera tendría también el día para intentar dormir y soñar. Pero no había caso. Sólo lograba permanecer dormido nueve horas y nunca seguidas, por lo que su pasado se veía interrumpido en mitad de momentos importantes para continuar horas después, cuando lograba relajarse y volver a conciliar el sueño. Quería solucionar lo más rápido posible su problema entonces decidió visitar a un médico. —Doctor, no puedo dormir. Creo que me cambió el metabolismo y no logro pegar un ojo por las noches. Llevo varios días desvelado. No me podría recetar alguna pastilla porque no aguanto más, estoy desesperado. Vio en el rostro de su doctor la preocupación y la urgencia que le había transmitido con su ponencia segundos antes y atisbó una pequeña posibilidad que éste lo ayudara con su drama. —Mire Fernández, tómese una de éstas después de cenar y verá como vuelve a dormir como un angelito. Y no se preocupe, que lo que me cuenta les pasa a todas las personas. Es lo más normal del mundo. Le recomiendo que empiece a meditar o a hacer algún ejercicio, le va a ayudar con su problema de insomnio. Esa noche se tomó la pastilla después de comer, como le había indicado el doctor. Sólo fueron diez horas, pero se conformó. Aunque luego de tres días, eran insuficientes y aumentó la dosis a dos pastillas por noche. Con esto logró dormir trece horas. Cuando estaba despierto hacía todo lo posible por estar dormido. Escuchaba música, bebía leche tibia, meditaba y corría en una cinta. Pero no podía acrecentar el tiempo que estaba soñando. ‹‹Falta poco. Ya llega el día. Un mes más. ¡Vamos que vos podés! ››. Volvió a aumentar la dosis. Esta vez fueron cuatro pastillas, sin embargo, no hubo ningún incremento en sus horas de sueño. Algunos días llegaba a catorce, aunque él pensaba que eran vagas excepciones y puras casualidades. ‹‹Tengo que encontrar otro método para poder dormir más››. Buscó en internet y encontró a un curandero que decía tener un sistema infalible para combatir el insomnio.  Lo llamó por teléfono y reservó una cita para el día siguiente con carácter de urgente. Una vez en el consultorio, le explicó que quería encontrar la forma de poder dormir más, sin darle detalles del verdadero motivo. —Le prometo que si logra hacerme dormir por lo menos veinte horas por día le pago el doble de lo que vale la consulta. El curandero lo miró un momento y luego se paró. Se dirigió hasta el armario que tenía a sus espaldas. Agarró un frasquito de color esmeralda y lo colocó en la mesa, entre ambos. —¿Qué es esto? —Esto señor, es lo que le va a hacer dormir el tiempo que quiera. Es un preparado que conseguí de una tribu del Amazonas en mi último viaje por esas tierras. Los nativos lo usan con sus ancianos para que no sufran la muerte y lleguen al más allá teniendo sueños placenteros. —Sí, eso quiero. Soñar, pero no me quiero morir en el intento. —No es un veneno, señor. Si usted lo utiliza de la manera en que yo le voy a explicar no debería preocuparse por nada. Aunque debo advertirlo que es muy peligroso. Sólo debe tomar una cuchara por día, no más. Los efectos de esta pócima en cantidades mayores son desconocidos. —No se preocupe. Una cuchara por día —dijo mientras tomaba entre sus dedos el frasco que lo llevaría al futuro y dejaba un cheque sobre la mesa. —Acuérdese que sólo… —Buenas tardes. De vuelta, en su casa, la ansiedad y la alegría se le mezclaron en su cuerpo. Se metió en su cuarto y se acomodó en la cama, dispuesto a tener la mejor noche de su vida. Bebió de un sorbo el frasco entero y apoyó su cabeza en la almohada. El sueño se apoderó de él en un instante y su vida transcurría más rápido que de costumbre. Los recuerdos se amontonaban en su mente. Se vio a sí mismo charlando con su médico y tomando cantidades descomunales de pastillas. Volvió a escuchar las recomendaciones del curandero. ‹‹Sólo una cuchara››. Sintió otra vez, cómo un sueño pesado lo apresaba en sus recuerdos. ‹‹Sólo una cuchara››. Soñó como su vida continuaba, tal como él lo había imaginado. El retiro de la empresa, la muerte, su propia muerte. Soñó el final y soñó el principio. Volvía a nacer. Y moría. El círculo de su vida giraba a velocidades infinitas y ya no podría detenerse. Una y otra vez millones de recuerdos pasaban en un segundo por su mente. Y allí se encontraba, el hombre que tuvo el don de soñar su propia historia, mientras vivía el presente. Allí estaba. Soñando una y otra vez su vida. Viviendo una y otra vez sus sueños. --- Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado en el año 2014.

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Fin del recreo

Lo único que se escuchaba esa tarde en la Escuela Primaria Normal N° 3, era el bullicio de los alumnos mientras disfrutaban de los pocos minutos de recreo que tenían. La campana estaba por sonar, todos lo sabían, pero continuaban con sus juegos tratando de vencer, en sus precoces mentes, al sistema. Una vez que sonara ésta, pedirían a sus maestras un rato más para terminar las importantes actividades que estaban realizando. Las maestras, creyéndose imparciales, negarían el pedido de los pequeños y arrearían a todos los alumnos a sus aulas. Para la mayoría de los varones, el recreo era el momento más fascinante del colegio, y también las clases de Educación Física. En cambio, para las niñas, las clases de dibujo y manualidades ocupaban el ranking en los primeros puestos. Ellos no entendían cómo a las mujeres les gustaban esas horas donde se las pasaban encerrados en el aula dibujando cualquier garabato o haciendo casitas con palitos de helado. Preferían ser libres. Correr detrás de una pelota, ya sea hecha con un puñado de papeles o con algunas medias. De vez en cuando jugar al handball u otro deporte que se les ocurriera. No querían estar recluidos por horas entre cuatro paredes, escuchando cómo la señorita hablaba, escribía en el pizarrón y hacía infinitas preguntas que muchas veces, ellos no sabían contestar o no entendían por estar distraídos. En cambio, ellas no comprendían cómo los varones podían estar corriendo todo el día de acá para allá, todos transpirados y golpeándose unos a otros cuando se les antojaba, y lo peor de todo, era que, a esto último, lo consideraban un juego. Ellas preferían juntarse en grupos con otras niñas y hablar todo el día de lo que hicieron y de lo que iban a hacer. Criticar a esas “marimachos” que les gustaban las clases de Gimnasia, y que en los recreos corrían con los chicos a la par. ‹‹ ¡Que desubicadas! ››, pensaban. También adoraban dibujar en las clases de Plásticas con la señorita Mercedes, y hacer objetos para decorar sus casas en las clases de Actividades Prácticas con la señorita Luján. Dentro del grupo de los varones de cuarto grado se encontraba Gonzalo, un niño al que le gustaba mucho jugar al fútbol, a pesar de ser marginado por los otros niños. Siempre lo elegían al final cuando armaban los equipos y nunca le pasaban la pelota cuando estaban jugando. A Gonzalo también le gustaban las clases de dibujo, de hecho, era muy buen dibujante. En su casa pasaba horas haciendo historietas con héroes inventados por él mismo. Aunque nunca se permitiría demostrarlo en la escuela. No vaya a ser que los demás varones empiecen a burlarse de él. Ya tenía suficiente con las bromas que le hacían por su peso, no quería ser el blanco en otra categoría de chistes. Si bien, en ocasiones era marginado por sus compañeros, en otras, sabía cómo integrarse y encajar gracias a su bajo perfil. Se limitaba a hacer todo lo que los demás hacían y nunca emitía su opinión sobre ningún tema. Gonzalo tenía mucha más fuerza que el resto de sus compañeros, lo que hacía que éstos, al menos, le tengan respeto. Lo molestaban, pero no lo suficiente como para hacerlo enojar y casi nunca se empecinaban con él. No lo tomaban de “punto”, como se dice, sino que le hacían los mismos chistes que se hacían entre todos. Aunque lo elegían en el último lugar para jugar al fútbol, era el primero en ser elegido cuando armaban equipos para hacer cinchadas con la soga y jugar a los Empujones. Éste último, era un juego que habían inventado ellos mismos. La mecánica era simple. En primer lugar, dos chicos a quienes se los denominaba “carnadas”, se ponían espalda con espalda. Luego, un grupo de chicos empujaba desde uno de los lados a su “carnada” contra el otro y lo mismo hacia el equipo rival. Era parecido a las cinchadas con sogas, pero en este juego en lugar de tirar, tenían que empujar para adelante. Ganaba el equipo que lograba mover a sus contrincantes más allá de una línea que dibujaban a cada lado. Siempre ponían a los más bajitos para ser carnadas y a Gonzalo en la primera fila de los “empujadores”. La mayoría de las veces ganaba el equipo donde él jugaba. Él solo era capaz de ganarle a un equipo de varios chicos, según comentaban sus compañeros. Una mañana fresca de agosto decidieron organizar una competencia para probar la fuerza de Gonzalo. El segundo recreo fue el elegido para el duelo. Se corrió la voz por los demás cursos y cuando la campana sonó, todos los varones de la escuela se agolparon en el centro del patio. Los chicos “carnadas”, ya habían sido elegidos en el primer recreo y se encontraban ahora en los lugares preestablecidos. Gonzalo puso sus dos manos en el pecho de su compañero y tres de los más fuertes chicos de su curso se parapetaron del otro lado. Los demás gritaban de euforia rodeando a los participantes. Algunas chicas se acercaron para ver qué era tanto jolgorio por parte de los varones. Creían que se trataba de una pelea. Pero no. Era la mayor competencia de Empujones que se celebraría en la Escuela Normal N° 3, según anunciaban algunos chicos cuando éstas le preguntaban. Gonzalo las vio llegar y entre ellas pudo ver a María Eugenia, una chica que le gustaba desde el jardín de infantes. No podía perder este juego, se dijo. No podía quedar mal delante de ella. El público estaba dividido. Algunos alentaban por Gonzalo y otros por los tres rivales. —¡Gordooooo, gordooooo! —se escuchaba cantar a un grupito. En ese momento, Miguelito, que había sido elegido para oficiar de juez de la competencia, hizo señas para que todos se callaran. —¡Silencio! Silencio a todos. Vamos a dar comienzo a este duelo de Empujones.  Por un lado, tenemos a Gonzalo —se escuchó un grito generalizado por parte de los demás chicos y el clásico “Gordoooo, gordoooo”—. Por otro tenemos a los desafiantes. Leandro, Pitu y Fideo —Algunos los silbaron. Otros coreaban el nombre de alguno de los tres. Los más atrevidos, abucheaban. Miguelito tomó por las cabezas a las “carnadas” y las ubicó. Dibujó una línea en medio de ellos con una tiza blanca y luego marcó dos líneas más de cada lado con una tiza amarilla, una a cinco pasos por detrás de Gonzalo y la otra a cinco pasos por detrás de los tres chicos. —El equipo que logre pasar la “carnada” por la línea amarilla que tiene el rival a sus espaldas será el vencedor. ¡Bienvenidos al primer campeonato mundial de Empujones! Un grito ensordecedor se extendió por el patio de la escuela. Ahora los alumnos de todos los cursos estaban en el lugar de la competencia. Nadie se quería perder el duelo. —¿Preparados? Gonzalo asintió con la cabeza. Estaba muy concentrado en lo suyo. Miraba a los ojos a su “carnada” y luego observaba sus manos y sus brazos. Puso su pie derecho bien firme adelante, muy cerca de su “carnada”, y el otro a cincuenta centímetros detrás, con el talón en el aire para darse impulso. Sentía todo su cuerpo tenso, pero a su vez, tenía mucha confianza en sí mismo. Sabía que los tres chicos eran fuertes. No iba a ser una tarea sencilla, pero eso a él no le importaba. Era su momento para pasar a la historia y no podía fallar. Sería recordado por siempre, como el gran vencedor en el Primer Campeonato Mundial de Empujones. Toda la escuela estaba pendiente. Los maestros miraban desde el aula, no se atrevían a intervenir. Veían a los chicos tan entusiasmados que no querían ser considerados aguafiestas. Gonzalo sólo pensaba en la competencia y en María Eugenia. La buscó con la mirada y la encontró perdida entre toda la masa de gente. Allí estaba, con su guardapolvo blanco inmaculado y el pelo atado con dos colitas, una de cada lado. A Gonzalo le encantaba cuando ella traía ese peinado a la escuela y pensó que hoy lo había traído para él, porque sabía que le daría fuerzas y lo motivaría para ganar el juego. —A la cuenta de tres empezamos ¿Están todos listos? —¡¡¡Sí!!!, gritaron todos los alumnos de la escuela—. Gonzalo, ¿Listo? —Sí —dijo Gonzalo. —Leandro, Pitu y Fideo, ¿listos? —Listos —dijeron al unísono. —Bueno que empiece la cuenta —dijo Miguelito dirigiéndose a la multitud que tenía alrededor—. ¡Uuuuuuuno, doooooooos… tres! Gonzalo demoró unos segundos en arrancar y sus rivales aprovecharon para avanzar dos pasos. Sin embargo, pudo afirmarse con las dos manos en los hombros de su “carnada”. Se inclinó con su cuerpo, clavó sus dos pies en el suelo y empezó a hacer fuerza para adelante. Unos instantes más tarde recuperó el espacio perdido. Estaban igual que al principio. Un calor le inundó su rostro y gotas de sudor empezaban a caer de su frente. —¡Dale, Gonzalo, vos podés! La voz de una chica se destacaba entre el griterío de los demás. A Gonzalo le pareció que era la voz de María Eugenia, aunque no había podido distinguirla muy bien. ‹‹No. No puede ser ella››, pensaba. ‹‹ Sólo son fantasías mías››. —¡Dale Gonza! Otra vez esa voz. Estuvo tentado de girar la cabeza para ver quién le estaba gritando. Podría haber sido Valeria, que siempre se había portado bien con él y muchas veces lo ayudó con algún problema de matemáticas, materia en la que él no era muy bueno. Seguía sin saber quién era. Había cedido un paso. ‹‹Dejáte de pensar pavadas y empujá››, se dijo para sí. Se encontraba de costado y empujaba con sus hombros. Esta técnica le resultaba cuando empezaba a agotarse. Si bien no avanzaba, se plantaba de tal manera que no lo podían mover, y así podía descansar un instante. Mientras tanto esperaba el momento oportuno, cuando fueran sus contrincantes quienes se cansaran o desconcentraran disminuyendo la fuerza, para volver a arremeter de nuevo con sus manos. ‹‹Ahora puedo ver quién grita››, pensó. —¡Dale Gonza, dale! Esta vez pudo distinguir la dirección de dónde provenían esas palabras de aliento. Se acomodó mejor, llevando todo el peso de su espalda contra el pecho de su “carnada” y levantó la cabeza para buscar la voz. Lo primero que vio fue decenas de chicos gritando desaforados y saltando. Sin embargo, no los oía, todo transcurría en silencio en su cabeza. Sólo quería oír aquella voz de niña que alentaba por él y quería que fuera María Eugenia. Trató de recordar dónde estaba ubicada cuando empezó la competencia, pero un fuerte empujón lo movió de tal manera que estuvo a punto de perder el equilibrio y caerse. Levanto muy despacio la mirada y pudo ver como dos de los rivales empujaban la “carnada” mientras el otro chico tomaba carrera tres pasos y embestía con fuerza. ‹‹Eso no se puede››, estuvo a punto de decir Gonzalo, pero no estaba seguro si era legal o no. Optó por no decir nada por las dudas que fuera una regla válida y lo descalificaran, o peor aún, lo vencieran mientras se estaba quejando. Volvió a concentrar todas sus fuerzas en la competencia. Apoyó las dos manos sobre los hombros de su “carnada” y empujó. Avanzó un paso, pero al mirar al piso se dio cuenta que estaba en el mismo lugar en donde había empezado. La técnica de sus rivales lo había hecho retroceder sin que lo notara. Gonzalo se estaba agotando, pero su orgullo le impedía rendirse. Cerró los ojos, giró la cabeza a la derecha y apoyó su pecho contra el de la “carnada”. Se aferró fuerte y empezó a avanzar de a pequeños centímetros, cual jugador de rugby. Notó que sus contrincantes habían reducido las fuerzas. Estaban cansados. ‹‹ ¿Habrán parado para recuperar energía? ››, se preguntaba Gonzalo ‹‹Éste es mi momento››, se dijo. Cuando volvió a abrir los ojos, dispuesto a dar lo último de sí, la vio. Ahí estaba ella en todo su esplendor, a menos de diez pasos de distancia de él. Había llegado a las primeras filas y Gonzalo pudo leer bien claro de sus labios las palabras: ‹‹ ¡Dale Gonza! ››. Como iluminado por una fuerza poderosa proveniente del exterior, arremetió contra su “carnada” con tanto ímpetu, que uno de los rivales se cayó al piso. La victoria estaba a su favor. Siguió empujando y avanzando sin respirar. Cerró los ojos y con la imagen de María Eugenia diciéndole ‹‹ ¡Dale Gonza! ›› utilizó todas las fuerzas que le quedaban para terminar con la competencia. Con el último suspiro empujó a sus rivales, tirándolos más allá de la línea de meta. ‹‹Eso es todo››, pensó. Una ovación se escuchó en el patio. La algarabía de los chicos era incontrolable. Exaltados aplaudían, silbaban y cantaban. Se agarraban las cabezas no pudiendo creer lo que estaban viendo. Sus compañeros de curso fueron los primeros en acercarse. Gonzalo estaba con sus manos en las rodillas. —¡Bien Gordo! ¡Lo lograste! —le decían mientras lo palmeaban. Sin embargo, él no los oía. Estaba tratando de recuperar el aire perdido. Sintió un fuerte dolor en el pecho que lo obligó a dejar caer una rodilla en el piso. Se agarró con ambas manos el lugar donde sentía la punzada. Lanzó un fuerte grito y todos los chicos enmudecieron de golpe. La alegría de unos instantes atrás desapareció por completo. Sus compañeros, que habían llegado para felicitarlo, retrocedieron espantados. —¡Llamen a la señorita! —gritó una niña. Era María Eugenia que corría hacia él, tratando de abrirse paso entre los demás chicos. —¿Qué esperan? ¡Llamen a la seño! —insistió. Algunos chicos salieron corriendo sin saber a dónde ir. El resto se quedó en silencio contemplando la escena. Gonzalo ahora tenía las dos rodillas en el suelo. Cuando María Eugenia llegó a su lado, lo primero que él percibió fue su inconfundible aroma floral. —Acostate, Gonza —le dijo. El dolor empezaba a disminuir. Con las manos todavía en el pecho miraba el rostro angelical de María Eugenia. Atrás de ella, el sol y algunas nubes formaban un paisaje perfecto. ‹‹Cuando llegue a mi casa la voy a dibujar››, pensó. Vio que le estaba hablando, pero él no la podía escuchar. Se desesperó. Un temblor le invadió todo su cuerpo. María Eugenia estaba alejándose de él. Quería alcanzarla. Quería tocar su rostro. Acariciarle el pelo. Amarla. Una sombra difusa se interponía entre él y ella. Trató de forzar la vista, pero no logró verla. Sólo pudo divisar la oscuridad total. Entonces cerró los ojos. --- Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado en el año 2014.

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La última oportunidad

Corría el mes de las elecciones cuando Héctor sintió esa sensación de cosquillas en la panza. Hacía mucho tiempo que no le pasaba algo semejante. La esperanza de un futuro mejor se avecinaba. Era el momento más ansiado de su vida, aunque él imaginaba que vendría algo mucho mejor. Tenía la ilusión que sería un nuevo comienzo, y lo que estaba por ocurrirle cambiaría su vida para siempre. A la hora señalada en su meticuloso plan, varias veces ensayado y repasado hasta el último detalle, comenzó a vestirse para la ocasión. No le gustaba ponerse ese estilo de ropa, pero el acontecimiento se lo exigía, o por lo menos lo ameritaba. Buscó unos zapatos guardados en el cajón inferior de la mesa de luz que hacía años que no usaba. Eran negros como el cinto que se pondría. Tenía que estar en todos los detalles. Más despierto que nunca. No podía fallar si quería lograr su cometido. Se dispuso a lustrar los zapatos como tenía previsto, cuando, de pronto, las piernas se les empezaron a aflojar. Su cabeza empezó a dar vueltas. El piso de su habitación se le movía. No podía mantenerse en pie. Su cuerpo pesaba más de lo normal. Sintió que se desvanecía. Lo último que recordó antes de desmayarse fue que se había olvidado de planchar la camisa. ‹‹No vayas››, escuchaba una y otra vez en su cabeza. ‹‹ Es una locura››, se repetía. Su mente irracional se resistía a estos pensamientos y hacía fuerza para vencerlos. ‹‹ ¡Es la última oportunidad que tengo en esta vida! ››, gritaba consternado para sí. ‹‹ ¡Es la última! ››. Trató de buscar una frase que fuera lo más compasiva, sensible y a su vez, fatal, para convencer a su lado racional, pero solo encontró un grito lastimoso que lo devolvió en sí. ‹‹ ¡Definitivamente, es la última! ›› Cuando abrió los ojos la habitación estaba toda oscura. Se dirigió hasta el interruptor y corroboró que la luz estaba cortada. ‹‹ No va a ser fácil. No me la van a hacer fácil. Situaciones como éstas ocurren sólo una vez en diez millones de vidas ››, pensaba Héctor mientras trataba de conseguir algo para iluminar la habitación. Se dio cuenta de su cansancio. No había dormido mucho la última semana. Desde que le llegó la noticia, no pudo relajarse ni un segundo, analizando todas las posibilidades. Pero no sólo sentía su físico agotado, estaba cansado de su vida, de su constante pesar. Sus interminables horas en el trabajo, frente a un ordenador antiguo, cargando datos inútiles como un autómata diez horas por día lo fueron consumiendo de a poco sin que él se diera cuenta. Pasó mucho tiempo desde aquel día. Había sufrido lo suficiente para dejarse morir, pero resistió solo, abandonado a su mala dicha. La vida tiene momentos buenos y malos, es un constante equilibrio, sin embargo, para Héctor, desde ese fatídico día, la vida se detuvo. Vivió los últimos veinte años en piloto automático. De su casa al trabajo. Del trabajo a su casa. Sin derramar una lágrima. Tratando de sobrevivir. En ese tiempo perenne, se enteró de casualidad de la muerte de su madre, ya que lo leyó en el periódico local. La habitación volvió a iluminarse. Héctor, que se había acostumbrado a la oscuridad, comenzó a sentirse débil otra vez. Logró sentarse en la cama antes de sufrir una recaída. Esta vez no se desmayó, sino que se dejó caer despacio hasta apoyarse en el suelo. Observó sin apuros su cuarto, tratando que sus ojos se vuelvan a habituar a la claridad y pudo contemplar una cama individual con una pequeña mesa de luz a la izquierda; un ropero de dos puertas que no combinaba con nada; y una solitaria silla apoyada contra la pared que oficiaba de perchero para la ropa del trabajo —unos jeans gastados y una chaqueta marrón de gabardina pasada de moda desde siglos atrás—. Ése era todo su hogar. Era el lugar que había elegido para pasar sus últimos miserables años. Solo. Después de aquel fatal acontecimiento que marcara su existencia para siempre, no quiso saber nada más. Intentó borrar todo su pasado y se recluyó en una pequeña pensión oculta dentro de la gran ciudad, ubicada en el Pasaje Apóstol Santiago al 312. Con dificultad logró incorporarse apoyándose con ambas manos sobre el horrible respaldo de la cama. Sus sentidos volvían a la normalidad, aunque su brazo izquierdo estaba adormecido. ‹‹ ¿Por qué no me agarró un paro cardíaco ese maldito día?, o mejor, ¿Por qué no me atropelló un colectivo? Hubiese sido una muerte digna, incluso romántica ¿Por qué me tiene que pasar todo esto justo ahora? ›› Sin perder más tiempo y no haciéndole caso al dolor en su brazo, decidió hacerse cargo de su vida de una vez por todas. Se paró rápido, sin temor de volver a caerse. Agarró la camisa del ropero y empezó a plancharla sobre la cama, rogando que no se cortara la luz otra vez. Lustró con mucho detalle y cuidado sus zapatos, tomó la billetera del cajón de la mesa de luz, se puso el reloj pulsera y salió directo hacia la calle, sin dudar un instante. Un golpe de calor y extrema humedad lo recibió cuando empezó a caminar por las veredas porteñas. Aminoró la marcha porque no quería llegar transpirado al lugar donde se dirigía. Sacó un chicle del bolsillo de su pantalón y comenzó a masticarlo. La valentía que lo había invadido hace unos instantes se le estaba esfumando del cuerpo. Se frenó para recuperar el aire. Estaba agitado. Durante unos segundos estuvo tentado de abandonarlo todo, pero recordó los años de soledad y volvió a avanzar con pasos firmes hacia su destino. El ruido de la ciudad era ensordecedor, pero Héctor no lo percibía. Estaba concentrado en su cometido. Llegó hasta la esquina de Corrientes y Pueyrredón y allí lo divisó. El bar del encuentro. Sólo lo separaba de él una cuadra. Se detuvo y miró hacia todos lados. Trató de esforzar la vista para ver hacia el interior del bar y no pudo divisar nada. Esperó que el semáforo se pusiera en verde, pero no se animó a cruzar. Se acercaba la hora establecida para el encuentro y Héctor seguía parado en la esquina, a metros del lugar donde se rencontraría con su pasado, veinte años después y una vida de distancia. Entonces comenzó a recordar aquella tarde. Sabía de memoria cada detalle de lo ocurrido. Su cara. La situación. Cada palabra dicha y cada silencio. Recordaba cómo ella le decía que había llegado el momento de continuar caminos distintos. Sus padres se mudaban a España por la crisis y se la llevaban. La raptaban de su corazón. Ella no quería una relación a distancia, con un océano de por medio. Decía que era mejor cortar por lo sano y evitar un sufrimiento mayor al que ya estaban padeciendo. Se repitieron también en su cabeza sus súplicas desesperadas de aquel día, el ardor en el estómago, la inestabilidad de sus piernas. Hubiera hecho cualquier cosa por ella. Cualquier cosa por retenerla. Le rogó que lo esperara, ¡por Dios que lo esperara! Pero ella lo tomó de las manos, con los ojos llorosos, y pronunció aquellas simples y frías palabras: ‹‹Adiós Héctor, hasta siempre›› y se marchó. Después de eso su vida se convirtió en una desolada rutina. Vivió en una resignación perpetua. Sin embargo, esa forma de vivir, su padecimiento eterno, la soledad en su alma, llegaba a su fin. A partir de hoy su existencia cambiaría por completo. Ella había vuelto. Iban a reencontrarse después de tanto tiempo y serían felices como lo fueron en sus años de adolescencia. Tendrían hijos y formarían una hermosa familia, lo que él siempre había soñado, olvidándose del pasado y comenzando una nueva vida. Juntos. Su reloj le marcó que sólo faltaban cinco minutos para la cita. Cinco escasos minutos. ¿Qué son cinco minutos en veinte años? Volvió a mirar hacia el bar y, por un instante, creyó haberla visto. ¡¿Era ella?! Su forma de caminar. Su impronta. Su belleza. Su sentido de la orientación ¡Tenía que ser ella! Su único amor, a menos de cien metros de distancia y a toda una vida de diferencia. A toda una vida de experiencias. De momentos e instantes. Días felices para ella, días tristes para él. Muchos días tristes. De veinte años de desasosiego. De penurias. De soledad. De desconsuelo. De abatimiento. De depresión. De aislamiento. De melancolía. De nostalgias. De rutina. De desamparo. De miseria. De agobio. De abandono. De pesar. ¡Veinte años de su vida! Entonces, sin volver a dudarlo, empezó a caminar muy lento hacia su destino. De regreso, en dirección a su cuarto de pensión en el Pasaje Apóstol Santiago 312. De vuelta hacia su vida. En todo este tiempo había aprendido que la soledad era su forma de vivir, y la forma que había elegido para morir. Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado en el año 2014.

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Un final premeditado 2

Está decidido. Lo mato y después me mato yo. No hay vuelta atrás. No tengo otra alternativa. Ya sufrí demasiado y él también por mi culpa. No soporto vivir en un mundo en donde la lástima que sienten las personas por mí es tan humillante como las escenas que hago en los bares todas las noches cuando me emborracho. Pero hoy estoy más consciente que nunca. Sólo tomé unas copas y puedo dominar todos mis sentidos. No es justa la vida, ¡la puta madre! No es justa. Ya no me quedan lágrimas para llorar. Me sequé por dentro y mi pequeña chiquita me debe estar esperando. Hace tres años que me espera y yo, con mi egoísmo de siempre, me quedé acá, muriéndome por dentro, lastimando a personas que en todo momento me han ayudado, como mi vecino de enfrente. Me quedé aguantando las miradas de compasión del resto. Si fuera por mí, me tiraría debajo de un tren ahora mismo o saltaría de un edificio. Pero mi último acto en esta vida no tiene que ser de ingratitud sino de redención y mi vecino también se merece que lo libere del dolor que lleva arrastrando en su alma desde hace mucho tiempo. Esta vez yo me voy a comportar como una persona compasiva, como hacen todos conmigo. Basta de sufrir. ¿Para qué? Nadie es capaz de aguantar tanto dolor. En mi mente aparecen un montón de imágenes de toda mi vida. Mi infancia en Gorostiaga. La escuela. Las salidas con mis amigas del pueblo. El momento cuando dije en mi casa que me mudaría a Capital a estudiar Arte. El día que llegué a esta horrible ciudad. La cara de mi vecino cuando me vio entrar al edificio. Creo que se enamoró de mí en ese mismo momento. Lástima que yo nunca sintiera nada por él. Siempre lo vi como un excelente amigo. Agradezco que nunca se me haya declarado, en aquellos tiempos no me sentía capaz de romperle el corazón. También me acuerdo del hijo de puta de Martín. Me enamoré como nunca lo había hecho antes. Me trataba como a una reina, hasta el día que le conté que estábamos esperando un hijo. El muy cobarde desapareció y no lo volví a ver nunca más, ni supe nada más de él. Fue como si se lo tragara la tierra. Muy en el fondo, aún lo sigo amando. Fue muy fuerte lo que sentí por él. Esto hace que sienta asco de mí misma, que me odie. Mi vecino en cambio siempre estuvo al lado mío. Fue el mejor amigo que tuve y ahora le voy a devolver la paz que perdió cuando murió mi hijita. Él no se merecía pasar por todo esto. Aunque me alejé de él, todavía lo sigo queriendo. Pero el tiempo no se puede volver atrás y debo continuar con la última misión que tengo para cumplir en este mundo. No me importa lo que piensen de mí después de lo que haga esta noche. Yo sé que es lo mejor para ambos y él va a estar muy agradecido conmigo. Algunos pensarán que me volví loca y en parte tendrán razón. Me consumí por dentro cuando me arrebataron de los brazos a mi hija y enloquecí. Me dejé morir de a poco, no tuve el coraje para terminar con mi vida en esos momentos que no soportaba más. Fue una tortura constante. Pero hoy termina todo. Hoy estoy decidida a terminarlo todo. Mientras subo por las escaleras del edificio puedo presentir como mis otros vecinos me deben estar espiando y diciendo entre sí “Pobrecita”. Me imagino a él, a Mariano, mi vecino, detrás de la puerta, esperando que llegue para poder verme unos segundos mientras entro a mi departamento. Si tan sólo pudiera encontrar las condenadas llaves. ¿Por qué? ¿Por qué me pasa esto justo ahora? Quiero entrar a mi casa. Quiero agarrar el revólver y acabar con nuestras vidas. Entonces dejo salir el último llanto. Trato de calmarme para encontrar las llaves en mi cartera, no vale la pena seguir sufriendo y hacer esta escena. En minutos mi problema va a estar resuelto. Por fin las encuentro. Entro y voy corriendo a mi cuarto. Busco el revólver y lo tomo entre mis manos. Me dirijo hacia el living y me siento en una silla. Apoyo el arma en la mesa mientras corroboro que tenga balas. Está cargada con las mismas seis balas desde el momento que la compré, hace más de dos años, cuando creí que estaba preparada para suicidarme, pero no lo estaba. Fui una cobarde. Guardé el revólver en el fondo de mi armario a la espera de que algún suceso extraordinario acabara con mi vida, porque yo no tenía las fuerzas para hacerlo por mi cuenta. Pero ahora es distinto. El momento llegó. Me armé de todo el valor que necesito. Escucho la puerta de mi vecino abrirse. ¿Qué hace? ¿A dónde va a esta hora de la noche? Voy corriendo para observarlo por la mirilla, pero cuando estoy por llegar escucho un golpe en mi puerta. Seguro me vendrá a consolar como lo hace siempre. Me preguntará como estoy, si necesito algo. Si puede hacer algo por mí. Me escuchó, me vio llorar cuando llegué y viene a intentar calmarme y a decirme, ‹‹Ya pasó todo››. Pero yo estoy calmada y pronto va a pasar todo para siempre. Estoy más decidida de lo que jamás estuve en mi miserable vida. Un segundo golpe a mi puerta me saca del sopor y me devuelve a la realidad. Agarro bien firme el revólver con las dos manos y apunto hacia dónde está mi vecino, parado del otro lado de la puerta. Mi dirijo a abrirle y a terminar con su vida, para luego terminar con la mía. ‹‹Ya es hora››. --- Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado en el año 2014.

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